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La risa y el caos

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HUGO BUREL
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Friedrich Nietzsche dijo que el hombre sufría tan terriblemente el mundo que se vio obligado a inventar la risa.

Antes, Shakespeare reflexionó que uno podía sonreír y sonreír y ser un canalla. Es que la risa, sin dudas, puede ser un asunto serio y con muchos significados. Inclusive, la risa puede representar el caos.

Acabo de ver Guasón, el film dirigido por Todd Philips que ha ganado la Palma de Oro en el Festival de Venecia. Con una gran actuación de Joaquim Phoenix en el papel protagónico, la película ofrece lecturas que van más allá de lo cinematográfico y plantean una mirada despiadada y lúcida sobre el mundo en que vivimos. Basado en el personaje Jocker de DC Comics, que integra la galería de malos a los que debe enfrentar Batman, este Guasón es mostrado antes de convertirse en un malvado que atormenta Ciudad Gótica con conciencia absoluta de su rol. Salvo algunas alusiones finales y escasas sobre lo que le espera a Guasón como futuro supervillano, el vínculo con la historieta termina allí.

Lo que Philips plantea como idea central de la historia es la discriminación y marginación que la propia sociedad alienta para producir seres como Guasón. Y el símbolo de esa inevitable deriva es la risa que forma parte de una enfermedad que aqueja al personaje. Una risa compulsiva, incontenible y estridente que lo inhabilita para tener una ocupación “normal” y lo obliga a trabajar como payaso ambulante que promueve productos en la calle. Ese hombre que ríe sin poder evitarlo se llama Arthur Fleck y lleva una tarjeta cuyo texto explica que su risa es un desajuste mental y pide disculpas por las molestias que puede ocasionar. Pero lo más conmovedor del asunto es que Arthur no tiene motivo alguno para reírse, por más que deambule con una libreta mugrienta en la que anota chistes para usar en un show de stand up que sueña protagonizar.

La Ciudad Gótica en la que se desarrolla el film se ambienta, no por casualidad, a comienzos de los años 80, cuando Ronald Reagan y Margaret Thatcher llegan al poder y empieza la era neoliberal. La mugre se acumula en las calles y las ratas amenazan a los ciudadanos desde los montículos de basura, la ayuda social y médica a los pobres y marginales se suspende y el estallido es inminente. La comunidad está en vísperas de la elección de un nuevo alcalde que promete autoridad y combate a los desórdenes. Ese trazo grueso que evoca el de la historieta tiene su contrapartida en la minuciosidad casi poética con la que el film muestra el descenso a los infiernos de Arthur Fleck.

Padeciendo la enfermedad de la risa que lleva como una cruz, el cuidado de su madre psiquiátrica, las miserias de su empleo callejero y la cancelación del servicio que lo provee de tratamiento y medicamentos para su propio mal, Arthur es arrojado a una encerrona existencial provocada por la implacable presión del entorno que lo margina y discrimina a cada paso. Y ese es el hallazgo del guión de Guasón: mostrarnos cómo la sociedad construye monstruos que después deberá combatir.

Toda la historia se erige en función y en torno a la risa y nos interpela sobre las razones últimas de por qué y de quién nos reímos. Esas carcajadas incontenibles que surgen sin motivo de la garganta de Arthur tienen un sonido patético y macabro: toda su vida ha sido un error del que no tiene culpa, pero la sociedad lo castiga una y otra vez. Hasta sus pares en esa vida marginal lo traicionan. Pero no es esa la única risa a considerar.

Hay una risa social, mediática y masiva que aporta un programa televisivo conducido por Murray Franklin, encarnado por Robert de Niro, que representa el paradigma de los Jay Leno, Jimmy Kimmel o Fallon. Esas figuras libretadas y cínicas encarnan al establishment que se permite reír de todo lo qué pasa, inclusive de sí mismo. Es la risa del poder que resuena en los shows en prime time que las cadenas televisivas difunden. La risa que se permite el sistema, auspiciada por anunciantes que pagan un dineral por cada segundo de publicidad. La comparación entre la enfermiza risa esperpéntica y trágica de Arthur y la profesional y cínica de Murray Franklin es también la confrontación de dos mundos: el de la sociedad integrada y acaso satisfecha que consume risa como un producto más del mercado y el universo sórdido y sin salida de los marginados del sistema. Pero el escenario ya no remite a la historieta del universo de DC Comics y lo que Arthur y Murray representan se sale de lo ficcional para ingresar a la vida real.

A la luz del estado actual del mundo y la región, Guasón es una metáfora de la descomposición social que ha ido minando la convivencia y profundizando cada vez más la brecha en las sociedades occidentales. El fracaso de los populismos -de izquierda y derecha- no ha hecho más que aumentar esa brecha. Un libro de reciente aparición, No society, el fin de la clase media occidental, del francés Christophe Guilluy, desmenuza y explica desde una teoría demoledora y sorprendente esa brecha y sus causas. Si bien la obra refiere específicamente a Europa y Estados Unidos, su análisis sobre el fin del paradigma que la clase media representa en el ascenso social se emparenta con lo que Guasón muestra de forma implacable y por momentos conmovedora. No es casual que película y libro aludan a la misma época -comienzos de los 80- para señalar el inicio de la crisis sistémica.

Los desmanes incendiarios que muestra el film son un calco de lo que sucede hoy en Santiago, Caracas, Hong Kong, París o Barcelona. La revuelta es mundial y todo parece encaminarse hacia el caos terminal que plantea la distópica serie inglesa Years and Years. Las políticas neoliberales, los nacionalismos y separatismos, el proteccionismo, la guerra económica, la xenofobia, los incontenibles flujos migratorios de desplazados y hambrientos y la ausencia de liderazgos políticos sensatos y confiables son el combustible del caos. El estado de bienestar ha entrado en crisis y ya no hay superhéroes que nos salven: es la era de los supervillanos que se apoderan del mundo y hacen y deshacen a su antojo. Donald Trump, Vladimir Putin, Kim Jong-un, Boris Johnson, Jair Bolsonaro o Nicolás Maduro parecen salidos de DC Comics y son tan megalómanos y perturbados como el Guasón de la historieta. El único antídoto contra sus desbordes sigue siendo la democracia funcionando a pleno.

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