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Haití, de crisis en crisis

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GINA MONTANER
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La comunidad haitiana en el Sur de la Florida se despertó el pasado miércoles con la noticia del magnicidio del presidente Jovenel Moïse.

Alrededor de 700.000 haitianos viven en Estados Unidos y la mayoría le envía remesas a sus familiares en el país más pobre del hemisferio. La inestabilidad política vuelve a sacudir a Haití y se teme que empeore un ciclo de violencia del que la nación caribeña no consigue salir.

A la vez que llegaban informaciones del asesinato perpetrado por un comando que logró entrar en horas de la madrugada a la casa del mandatario en una zona residencial de Puerto Príncipe, era trasladada a Miami la primera dama, Martine Moïse, herida en el atentado que, según dijo el primer ministro interino, Claude Joseph, habían efectuado “mercenarios” que aparentemente hablaban inglés y español. La policía no tardó en abatir a un número de sospechosos y arrestar a más de una veintena de colombianos y dos haitianos con ciudadanía estadounidense. Desde ese momento Joseph tomaba las riendas en un país donde las instituciones son obsoletas y la propia legitimidad del gobierno estaba en entredicho.

Aunque el asalto armado sorprendió en medio de la noche al matrimonio Moïse, el hoy desaparecido presidente llevaba meses atrincherado en su residencia, a sabiendas de que la muerte lo rondaba. Desde su inesperado triunfo electoral en 2016 gracias al respaldo del entonces presidente Michel Martelly, este empresario del sector bananero, que prometió “poner de pie” al país, se vio rodeado de controversias. Hubo denuncias de fraude electoral que demoraron su juramentación y siendo candidato presidencial tenía abierta una causa por presunta malversación de ayudas provenientes del gobierno venezolano.

En los últimos tiempos Moïse se enfrentó a protestas en contra de su intento por cambiar la constitución para optar a la reelección. En medio de una grave crisis económica y la creciente violencia con pandillas armadas que al parecer el propio presidente manejaba para reprimir los focos de oposición que denunciaban su giro “dictatorial”, la pandemia de Covid-19 arrecia en esta nación de 11,5 millones de habitantes que, según datos de la Organización Panamericana de la Salud, hasta ahora no ha recibido suministros de vacunas para un pueblo con grandes carencias sanitarias. Sin ir más lejos, hace algo más de una semana el Presidente de la Corte Suprema murió víctima del coronavirus.

Era la tormenta perfecta para que, una vez más, el sobresalto se apoderara de una nación que desde los tiempos de su cruenta independencia del dominio francés en 1803 ha sufrido una serie de gobiernos despóticos y corruptos.

El gobierno de Estados Unidos y la comunidad internacional no perdieron tiempo en condenar el magnicidio y gradualmente salen a relucir detalles de lo que está detrás del atentado. Entretanto los haitianos se sienten abandonados a su (mala) suerte. A la merced de una clase política que se confunde con las propias mafias que oscilan entre ser sus cómplices o sus verdugos. Los presidentes van y vienen. También los humildes y laboriosos haitianos que logran llegar a las costas de la Florida en frágiles embarcaciones para escapar de la miseria. La otra orilla. Para ellos no hay otra salida.

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