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La barbarie desatada

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Francisco Faig
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Le partieron la cabeza. Lo dejaron tuerto. Lo torturaron con submarinos al punto de llenarle de agua los pulmones. Filmaron todo por celular y los videos se hicieron virales. Era una horda salvaje haciendo justicia por mano propia.

La víctima era un delincuente que había robado $ 1.800 de una pollería. Tenía 8 antecedentes penales. En la rapiña, no dudó en apuntar con su arma a varios niños que estaban en el local. Y luego la usó: mientras huía, disparó contra las decenas de personas que le perseguían. Dos días más tarde, cerca de 200 vecinos de la zona se movilizaron en solidaridad con quienes habían participado de la golpiza: agradecieron su valentía; no justificaron su violencia, pero la entendieron por el contexto de inseguridad que todos sufren; y solicitaron que la próxima vez que ocurra algo así nadie filme nada para evitar problemas.

Hace un mes se conoció la desgracia de una mujer que había participado en un arresto ciudadano a un menor delincuente. Al rato de ocurrido el episodio, el apresado fue dejado en libertad. A los pocos días, la señora, que había sido reconocida por el ladrón —vecino del barrio— sufrió el robo y luego el incendio de su casa. Perdió todo. También es sabido que bandas armadas vinculadas al narcotráfico siguen expulsando de su casa a familias humildes. Así, en cuestión de horas, madres y niños quedan en la calle y desprotegidos. Suman ya centenares las personas que sufren estos abusos.

Hay dos formas de entender la inseguridad. Una, más analítica, es a través de datos estadísticos: evolución de los distintos tipos de delitos, evaluación de resultados de políticas públicas, medición de la inseguridad por distintos índices como cantidad de procesados, edad de los delincuentes primarios, reincidencia de quienes cumplen condena, etc. Otra, más descriptiva, es a través de ejemplos de situaciones concretas que uno conoce, ya sea porque las ha sufrido directa o indirectamente o ya sea porque se entera de ellas por distintos medios de información.

Cualquiera de las dos formas está mostrando hoy que la inseguridad, sin ninguna duda, se fue de las manos. Obviamente, hay matices y grados diferentes: en los barrios de la costa de Montevideo no ocurren expulsiones de familias de su casa, aunque sí asaltos con copamiento del hogar; en Casavalle, el índice de homicidios cada 100.000 habitantes es de los peores del mundo, mientras que en Pocitos es de los mejores de la región. Empero, en cualquier caso, la realidad es que la inseguridad es de tal gravedad que en todas partes ha degradado radicalmente la convivencia social.

Los argumentos oficialistas autocomplacientes que dicen que no estamos tan mal son repetidos por los intelectuales compañeros de ruta, la multitudinaria clientela zurda enchufada al Estado y los fanáticos de siempre del comité de base. Sirven para que todo el Frente Amplio respalde a su gobierno mientras la inseguridad sigue empeorando. Pero no convencen a más nadie, porque francamente a nadie le importa, por ejemplo, que Caracas o Maceió sean más inseguros que Montevideo.

La verdad es que hace mucho tiempo ya que el país entró en una penosa espiral de barbarie social por causa de la inseguridad. No lo ve solo quien no quiere verlo.

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