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Ética democrática

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TOMÁS TEIJEIRO
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El pasado 12 de octubre, en la misa celebrada en ocasión de la Fiesta Nacional de España y en conmemoración del día de la Virgen del Pilar, el Cardenal Sturla hizo referencia a la verdadera laicidad, y por ende, entiendo yo, a la real convivencia democrática.

Comprendiendo por legítima laicidad aquella que otorga la posibilidad a cada uno de vivir de acuerdo a sus creencias y/o ideas gozando de la libertad de manifestarlo públicamente sin restricciones en un intercambio respetuoso y tolerante para, y con quien no se coincide.

Parece de perogrullo que esto tan simple no debería ser nada fuera de lo normal en aquellas democracias que según los parámetros occidentales consideramos consolidadas. Incluso en las autodenominadas progresistas en materia de derechos de última generación. Sin embargo, no lo es. Vemos como el relativismo y los movimientos radicales contemporáneos campean, marcando la cancha de lo que resulta políticamente correcto tolerar, y lo que no. Convirtiendo a la tolerancia posmoderna en una paradoja de sí misma, donde esta se vuelve absolutamente selectiva y pierde su esencia.

Los ejemplos sobran.

Terroristas no arrepentidos que solo desean partir a España, se juntan con secesionistas para hacer viable el presupuesto del gobierno Frankenstein del Estado que desprecian, ignorando las necesidades de un pueblo que padece por la pandemia fijando únicamente objetivos ideológicos: a por el Rey, las empresas, y el capital. Y si te quejas, te confino. ¡Hala Madrid!

Otros claman por derechos de todos los colores y tildan a quienes disienten de retrógrados o reaccionarios al tiempo que conmemoran el aniversario de la caída de Guevara, como si fuera un santo muerto mártir.

Se proclaman los derechos humanos al son de cualquier transgresión a lo fundamental (la vida, por ejemplo), y se olvida que el cimiento de los mismos no es más que el pensamiento judeocristiano.

Ayudando a mi hija con una tarea, me entero por un texto escolar que para algunos autores de manuales infantiles el comunismo autoritario parece no calificar como totalitarismo puro y duro (que lo fue y es). Que el 19/09/2019 la Unión Europea en un justo accionar de Memoria Histórica equiparara las atrocidades de los comunistas con la barbarie nazi, parece no ser tan relevante…

Así vamos mal.

No es nada nuevo el accionar gramsciano que ha contaminado y flechado la cultura y la cultura política, haciendo presa de estos dislates a los más débiles, como es el caso de los estudiantes. Pero esto, que no es verdadera tolerancia, sino tolerancia manipulada, corroe la convivencia democrática cuando intenta generar un ecosistema político donde lo malo se autoproclama moralmente aceptable, y lo bueno se deja acorralar.

Y es aquí donde las sociedades verdaderamente demuestran su madurez democrática. Cuando son capaces de desarrollar una eticidad de su democracia que las ponga a salvo de estos problemas. Esto es plantándose los buenos, sin ceder un centímetro de espacio a aquello que esta mal. El bien y el mal siempre definen por penal. Se es demócrata, o totalitario. No hay medias tintas.

Caído el muro de Berlín gran parte de las izquierdas quedaron desnorteadas, y despatarrado el esquema marxista-leninista por ineficaz se reinventaron habilidosamente de la mano de Rousseau como supuestas depositarias de la voluntad general, y sus prohombres como pontífices y sabios intérpretes de la misma. Nada más lejano del paradigma democrático que tanto bienestar y desarrollo trajo a Occidente.

Alcanzó con que llegara la pandemia para que pudiéramos ver como el gusanito totalitario (diestro o zurdo) despertaba otra vez por el globo, pletórico de ansias de cambiar la realidad a golpe de voluntad, toques de queda, confinamientos coactivos, planificación, cuarentena, renta básica, y control de medios…

Es responsabilidad de todos velar por la democracia, siendo celosos custodios de una ética democrática que garantice la salud institucional del sistema. Y esto no se hace ni aplaudiendo a dictadores ni agitando fantasmas.

Honneth explicó que el concepto de eticidad democrática no significa otra cosa más que aquel espacio de interconexión ética en el que los individuos gozan de su experiencia colectiva y cooperativa en el contexto de las instituciones sociopolíticas capaces de facilitarles en mayor o menor medida, las condiciones intersubjetivas necesarias y moralmente requeridas para su autodeterminación social.

Esta institución de la existencia político-pública hace de nexo entre una ciudadanía en oposición deliberativa y la correspondiente legislación parlamentaria con el objeto de establecer aquellas convicciones adoptadas por todos que constituirán el ámbito de construcción de la voluntad democrática con participación ilimitada de todos, sin que exista coerción al respecto.

De esto se trata pues. De ser conscientes que la participación ilimitada es un derecho y una obligación de todos. Pero que esa participación debe estar regida por un principio ético fundamental e irrenunciable que pone al hombre y su libertad como centro de las preocupaciones públicas.

No hay democracia verdadera allí donde la dignidad de la persona no es el objeto de la misma. Y si algo nos ha dejado claro la pandemia a los orientales, es precisamente el hecho que para construir voluntad democrática no se necesita coerción.

Hemos dado ejemplo al mundo que la democracia cuando es verdadera solo se encuentra cimentada con libertad, y cada vez con más libertad se la mejora, dado que esta es la única forma en que la eticidad a que refiero se consolide de manera natural y espontánea transformándose en algo mucho más humano y poderoso que lo que puede dar el voluntarismo artificial rousseauniano: verdadera solidaridad y compromiso con el otro.

Esto no nos resulta extraño en Uruguay, está en la esencia de nuestro ser, en las raíces de la cultura política del país. Debemos abrirnos al mundo más que nunca, pero ponderando orgullosamente lo que somos. Lo que entre todos hemos construido como nación.

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