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El nuevo relato

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Muchos analistas coinciden en afirmar -incluso algunos que escriben en esta página- que una de las razones del éxito de la coalición de izquierda se basa en la imposición en nuestra sociedad de un relato que ubica a esa izquierda como representante de valores y virtudes superiores que, tras más de medio siglo de bregar por instalarlos, finalmente parecen consolidarse.

Muchos analistas coinciden en afirmar -incluso algunos que escriben en esta página- que una de las razones del éxito de la coalición de izquierda se basa en la imposición en nuestra sociedad de un relato que ubica a esa izquierda como representante de valores y virtudes superiores que, tras más de medio siglo de bregar por instalarlos, finalmente parecen consolidarse.

Ese relato se abona en una serie de hechos fehacientes, verdades relativas y también falsedades, pero el principal factor que lo posibilita es de orden estratégico: sus creadores trabajaron con método y disciplina para lograrlo y en su accionar hubo siempre una inspiración marxista gramsciana para conquistar el espacio cultural, más decisivo que el político en términos de trabajo a largo plazo. De ahí que el relato se afirma desde una cultura hegemónica que permea todos los estratos sociales y sedimenta una conciencia colectiva que acepta ese relato casi sin cuestionarlo.

Desde esa perspectiva, la consolidación del relato confiere a quienes lo han sostenido una condición de adalides de la ética, la honestidad, el bienestar y el progreso de la nación y de conductores infalibles de lo que genéricamente denominan “pueblo” a su mejor destino. A ello se le suma cierta vocación fundacional que tiende a desconocer el tiempo anterior y relativizar el rol de los relatos anteriores o, como en el caso del batllismo, agiorna su significado con una transferencia de su esencia histórica al marco del nuevo relato del que se habla. Así, hay quienes afirman que las tradicionales banderas batllistas les han sido arrebatadas por la izquierda a sus portadores originarios. También se menta al wilsonismo con similares intenciones.

En el proceso de construcción del nuevo relato, vivimos el deterioro del sistema colegiado, una guerrilla -y una dictadura- de inspiración continental, la restauración democrática, una primera elección con candidatos y partidos proscriptos, la Ley de Caducidad y luego, tras la alternancia de los partidos tradicionales en el gobierno, el colapso económico que en 2002 preludió la llegada de la izquierda por primera vez al poder. A partir de entonces, el nuevo relato se reafirmó en la medida que la bonanza económica determinó una concordancia entre promesas y logros y muchos temores dieron paso a una conformidad de los votantes que se tradujo, además, en mayorías parlamentarias. Pero decir que esos votos se decidieron por el bolsillo y el consumo es incurrir en una perezosa simplificación. Todo obedece a una transformación mucho más profunda que implica una conversión más cercana a la fe que al cálculo racional y material.

Este escenario parece dejar atrás al Uruguay políticamente liberal y, tolerante con algunos conceptos que se creían perimidos como el de la lucha de clases, instala la lógica del “nosotros” y “ellos” porque el nuevo relato incluye a los que participan de él y desconfía de los que no. Para ello, con astuta simplificación, ha dividido de forma maniquea el espacio político en dos universos funcionales a su lógica: la izquierda y la derecha -o buenos y malos- con lo cual la noción de centro desaparece del léxico político. Desde ese punto de vista, el nuevo relato parece no abonar una saludable intención de diálogo ni busca superar la división del país en dos mitades separadas por escasos puntos porcentuales y por visiones, por ahora, opuestas.

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Hugo Burel

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