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En guerra

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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Lejos estoy de contradecir a una experta en el tema, como la epidemióloga Lucía Alonso, que en la mañana radial de El Espectador declaró que "esto es un problema de salud pública, no es una guerra".

Pero desde el principio de esta pandemia y atendiendo a las múltiples consecuencias que acarreó en planos sociales, económicos y culturales, siempre sentí que estamos precisamente en eso, en una guerra.

La discrepancia radica en el valor que damos a la metáfora.

Los científicos no son muy amigos de este recurso retórico y es natural que así sea. Su profesión consiste en investigar y describir la realidad tal cual es, a través de una percepción fáctica. La percepción poética, en cambio, modifica subjetivamente esa realidad, sustituye sus signos por otros en base a un modelo de asociación libre. Lo curioso es que las metáforas que devienen de esa operación pueden terminar describiéndola más ajustadamente que cualquier discurso asépticamente racional. Es lo que Onetti invocaba al escribir en su memorable El pozo, que "se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos".

Es más que válido categorizar este peligro global que estamos viviendo como una guerra. Tal vez sea la más difícil de todas, porque el enemigo es invisible y nos puede invadir y hasta matar, por solo haber respirado cierto aire o tocado algún objeto. Hay algo también de positivo en ella, que contradice el horror execrable del belicismo convencional: acá no nos enfrentamos entre humanos; estamos todos del mismo lado, sin importar países, intereses ni credos.

Pero la importancia de metaforizar esta pandemia así tiene un valor persuasivo: nos convence de que esta es una causa tras de la cual debemos estar unidos.

Lo viví siendo muy joven, cuando la dictadura argentina de Galtieri embarcó a ese país en una estúpida guerra contra el Reino Unido por las Islas Malvinas. Yo tenía la misma edad que los chiquilines que esos gorilas mandaron a hacerse masacrar, sin pertrechos ni preparación alguna. Y me sorprendió la manera como toda la sociedad argentina hizo causa común con ese tremendo dislate (a pesar de que un año después, esa misma sociedad echó al dictador a patadas con la fuerza del voto). En ciudades y villas, la gente juntaba alimentos y abrigos para el frente de batalla (que los corruptos generales después no enviaban). Mal o bien, incluso a sabiendas de que se trataba de una causa perdida y un engaño de un gobierno fascista, la guerra insufló al pueblo argentino de un poderoso espíritu de solidaridad colectiva, bien distinto a la famosa grieta que lo divide actualmente.

También evoco los escritos políticos de Hermann Hesse. Entre 1914 y 1932, el novelista alemán registró en una serie de crónicas su espanto ante la Primera Guerra Mundial y la crisis posterior. Pero a pesar de ser un declarado pacifista, él veía en esa tragedia algo así como los dolores de parto de un nuevo tiempo de concordia, justamente por la hermandad que había generado en la sociedad civil. (La historia posterior desmintió su esperanza, claro).

Ambos ejemplos valen para afianzar esta metáfora bélica contra el virus y, con ello, re-unir a nuestra ruidosa sociedad en pos de un común objetivo de defensa de la salud pública. Dejando que los negacionistas sigan ladrando a la luna y evitando perfilismos políticos infantiles.

Como en la guerra, de esta solo saldremos juntos.

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