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Los valencianos tienen problemas, claro, pero son otros. Por lo pronto, no quieren el turismo de masas, porque tienen claro que deben evitar la turismofobia, ese rechazo de la población a los visitantes que saturan los espacios públicos y -sobre todo- se instalan ilegalmente en apartamentos alquilados por internet, a los que les imprimen los ruidos propios de los hoteles.

Los valencianos tienen problemas, claro, pero son otros. Por lo pronto, no quieren el turismo de masas, porque tienen claro que deben evitar la turismofobia, ese rechazo de la población a los visitantes que saturan los espacios públicos y -sobre todo- se instalan ilegalmente en apartamentos alquilados por internet, a los que les imprimen los ruidos propios de los hoteles.

Pero sí quieren mantener un turismo medio de buen nivel. Para eso extienden el sistema de sendas para bicicletas, siguen ofreciendo las típicas paellas, variedad de tapas, buenos vinos, cuidados parques y avenidas, museos y sitios históricos.

El desempleo ha superado los peores guarismos y “los ladrillos” -o sea la construcción, ese sector en donde se inició la crisis que parece van dejando atrás- registran ya una visible reactivación. La basura, que ellos perciben como su segundo problema, deriva de los famosos “botellones”, esos encuentros fiesteros que dejan todo sembrado de envases que -vale decirlo- los servicios de limpieza retiran rápidamente. También las mesas y sombrillas que instalan los bares y que se multiplican por las veredas provocan las quejas de los vecinos, por la contaminación sonora.

Tienen 500 “sin techo” y están discutiendo quitar los símbolos religiosos de los espacios públicos, permitir el uso del nombre optativo para los casos de transgénero, lograr éxito en una campaña masiva de esterilización de gatos, cambiar la nominación de 51 calles con nombres franquistas. Pero cualquier problemática parece secundaria respecto a la belleza edilicia, el Parque del Turia y el talante de sus habitantes. Es una ciudad hermosa, con una importante universidad que se abre en diversas facultades, a lo largo de la avenida Blasco Ibáñez.

En esa universidad, desde ayer martes y hasta el sábado 9, están reunidos los 600 especialistas que congrega la Asociación de Historiadores Latinoamericanistas Europeos y los cientos de concurrentes a los congresos que dicha institución organiza periódicamente, para discutir sobre América Latina.

Como tema, el Continente Americano adolece de los mismos problemas que nuestros sistemas de conexión vía transporte: es más fácil llegar de Buenos Aires o Lima a Madrid que ir de una ciudad americana a la otra. Nos vemos como una unidad desde fuera pero no desde las entrañas de un territorio diverso e inmenso. Somos el continente de la riqueza de recursos, pero también de la pobreza extendida, la violencia congénita, la desigualdad notoria.

Intentando aprehendernos, en este congreso hay nuevas miradas que rompen con los relatos heroicos del pasado fundacional, indagan las fronteras, las líneas comerciales, las retóricas, los actores sociales olvidados o silenciados. Europeos y americanos se escuchan mutuamente. Los jardines de la universidad valenciana transmiten un calmo bienestar. Aquí la posibilidad de atropellos o atentados terroristas parece lejana, salvo cuando suena una sirena y todos giran expectantes para comprobar de qué se trata.

“¿Argentina? No, uruguaya. Y usted, valenciano, supongo. No, colombiano”. Mientras me cobra el café me pide algo: “Si en ese congreso averiguan por qué los latinoamericanos nos vemos obligados a buscar un mejor destino afuera, me avisa”.

De eso se trata.

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Ana Ribeiro

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