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Lógicas binarias, dopamina de los clicks y contrato social

Los ciclos de discusión en torno a las ideas sobre el pensamiento económico parecen cada tanto renacer con una extraña rigidez dogmática. Las últimas semanas han sido una muestra cierta.

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Getty Images

Lógicas binarias. Las máximas conocidas de la concepción libertaria, y sus adaptaciones contemporáneas de talk show, han resonado en diferentes rincones del planeta como consecuencia de la exposición del presidente de la República Argentina en el foro de Davos. Decía que es extraña, porque mientras se pregona el valor esencial de la libertad (hasta su apropiación ideológica indebida), se construye y se retroalimenta, el relato cultural de la existencia de lógicas binarias de ideas; por un lado, las personas “de bien” que piensan exactamente “como yo” y a todos los demás se los clasifica en una vereda opuesta, etiquetados de un razonamiento simple y precario, y culpables de todos los males de la humanidad. ¡Vaya concepción de la libertad!

Creo que la visión “blanco/negro” en la mayoría de los órdenes de la vida debería ser la excepción y no la regla. Primero porque se trata de aportar a la construcción de convivencia social, que por definición implica dialogar, entenderse, ceder, acordar, y segundo porque la realidad es compleja y dinámica, y el abrazo apretado a ciertos dogmas pueden dejar en falsa escuadra a quienes deben tomar decisiones pragmáticas.

La dopamina de los clicks. Otra nota que ha despertado mi atención luego de la citada exposición presidencial ha sido el destaque por el propio Presidente y seguidores de la cantidad de “clicks” en el sitio oficial del foro para acceder a la reproducción de su presentación.

Anna Lembke, en su libro Generación Dopamina, aborda cómo los humanos nos hemos vuelto de algún modo adictos a la felicidad fácil, frívola, sometiéndonos a actividades o sustancias que “prometen” exactamente eso, la sensación de placer efímero tras liberar dopamina.

La lista es larga. La interacción en redes sociales es un ejemplo. Cantidad de seguidores, impresiones, “likes” a un posteo, reposts, o seguir el minuto a minuto de los “clicks” que recibe determinada publicación, siendo incluso más importante este hecho que el propio contenido publicado. Ese estado de alteración parece incluso, llegar a confundir los sentimientos de curiosidad, búsqueda de información, análisis, asombro y hasta espanto de quienes han hecho click, con simpatía o aprobación al contenido, que también por supuesto en un mundo realmente libre es de esperar que existan.

Lo preocupante es que este comportamiento contemporáneo haya permeado a niveles presidenciales y repetido por sus seguidores con capacidad de difusión. ¿Qué importancia concluyente tiene destacar que la exposición de un presidente tenga más clicks que la de otro? Ningún valor humano digno de destaque per se.

El contrato social. El contrato social es el acuerdo implícito que impera entre las personas que conviven en sociedad. Muta y difiere en función del tiempo y el espacio. Cada sociedad tiene un patrón de convivencia particular que depende de múltiples factores, muchos de ellos determinados por su configuración natural. De modo que no es tan simple pretender replicar modelos o un apego estricto a dogmas. Sin embargo, hay rasgos marcados cuasi universales.

El respeto a los derechos humanos, y principios legados de la Revolución Francesa como la libertad y la igualdad, que de modo alguno deben ser concebidas como contrapuestas. La vida en sociedad debe ser libre, sin renunciar a la búsqueda de igualdad. Esto es muy relevante en la medida que las economías del mundo están basadas en el mercado, en sus principios básicos de oferta y demanda. Sistema que ha demostrado ser eficiente para el crecimiento económico a lo largo de la historia y el desarrollo de las naciones. Sin embargo, no es perfecto. A pesar de cierto negacionismo reciente, el funcionamiento de las economías de mercado tiene fallas, además de los llamados límites morales. El nobel de economía, el francés Jean Tirole, lo expone con claridad en su obra “la economía del bien común”. Por ello la necesidad de un marco institucional que intervenga velando por el bien público, el Estado.

Se podrá discutir el cuanto y el cómo, pero negar su rol relevante en la vida social, delegando la totalidad del transcurrir a un mercado que falla y que debiera auto limitarse, pero que no lo hace, puede conducir a los mismos niveles de fracaso que la historia le reserva a aquellos países donde el Estado lo digita(ba) todo.

El fracaso rotundo de las llamadas economías planificadas, no debiera ser argumento para la pulverización del marco institucional. Cuando el mercado falla por no poder asignar o distribuir de forma eficiente los recursos que el contrato social vigente precisa para sostener pacíficamente la convivencia, hay que intervenir. No todo lo resuelve la oferta y la demanda. Pensemos en la necesidad de crear espacios públicos, bienes no rivales ni excluyentes. O en cualquier transacción donde los agentes tienen asimetría de información o recursos (distintos niveles de libertad económica), puede conducir a soluciones subóptimas. O cuando la competencia es imperfecta, provocando niveles de concentración monopólicas u oligopólicas. En fin, la lista donde el mercado falla puede ser demasiado extensa.

La historia de nuestro país es en buena parte un claro ejemplo. Un mercado naturalmente imperfecto. ¿Qué sería de la electrificación de nuestra campaña si no hubiera habido a lo largo del tiempo una política pública orientada a cubrir esa necesidad cuando no siempre la demanda logrará cubrir la inversión que esa infraestructura requiere? Lo mismo sucede con la integración vial. Un país demasiado centralizado económica y demográficamente en la capital, las rutas nacionales no siempre tienen la demanda que justifique su inversión. Sin embargo, la infraestructura realizada a través de inversión pública es necesaria para nuestro desarrollo. Y así tantos otros ejemplos o actividades que en nuestro medio carecen legítimamente de interés de mercado, y que el Estado ha ido desarrollando como co-constructor de convivencia para sostener la vigencia del contrato social uruguayo.

En ausencia de un mercado perfecto, el riesgo de concentración es elevado. Normas que regulen la promoción y defensa de la competencia por parte del Estado son cada vez más relevantes.

Además de las fallas, están los límites del mercado. Michael Sandel, filósofo estadounidense y profesor de la Universidad de Harvard, plantea un análisis profundo sobre este punto en su libro “lo que el dinero no puede comprar”. Hay cosas que el dinero no puede comprar por carecer de sentido (la amistad, el honor, el prestigio, etc.) y hay otras que el dinero no debería comprar por encontrar allí un límite moral (mercado de órganos, personas, niveles de contaminación, etc.), para lo que se necesitan marcos institucionales que regulen o prohíban determinadas prácticas.

“La democracia no exige una igualdad perfecta, pero sí que los ciudadanos compartan una vida común. Lo esencial es que las personas de orígenes y posiciones diferentes se encuentren y se topen con otras en el discurrir de la vida cotidiana. Porque así es como aprendemos a salvar y tolerar nuestras diferencias, y así es como custodiamos el bien común. Y así, la cuestión de los mercados termina siendo en realidad la cuestión de cómo queremos vivir todos juntos. ¿Queremos una sociedad donde todo este en venta? ¿O existen determinados bienes morales y cívicos que los mercados no honran y el dinero no puede comprar?”[1]

La construcción de la convivencia en sociedad es un sendero complejo, tareas de todos.

[1] Lo que el dinero no puede comprar. Michael J. Sandel.

- Marcos Soto es Decano de UCU Business (Universidad Católica).

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