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Con buenos propósitos, un sustento dudoso

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Foto: El País
Leonardo Maine

OPINIÓN

Varios argumentos que refuerzan lo difícil que resultará alcanzar los objetivos propuestos con la estrategia anunciada.

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Ha transcurrido demasiado tiempo desde que aquel viejo guerrero de tantas batallas (fiscales) me enseñó algo que primero apliqué y después utilicé para evaluar lo que otros hicieron. Palabras más, palabras menos, me dijo: “Cuando se debe hacer un ajuste fiscal sólo se puede contar con aquello que es indudable, como la subida de un impuesto, el corte de una inversión o el aumento de las tarifas públicas. Las promesas de recortes de gastos, en todo caso, que sean márgenes con los que se podrá contar en el caso de que finalmente se concreten”. De hecho, los únicos ajustes que vi desde entonces, hechos desde el lado del gasto, fueron represiones transitorias en tiempos de crisis, algunas veces mediante la licuación inflacionaria.

La anécdota me vino a la memoria mientras analizaba el escenario que el gobierno presentó como base del presupuesto, en el que se prometen ahorros por el lado del gasto que, junto con supuestos optimistas sobre el crecimiento de la economía (y, por lo tanto, sobre los impuestos a recaudar) apuntan (una vez más) al objetivo de alcanzar un déficit de 2,5% del PIB en el año final del quinquenio.

El presupuesto contiene buenos propósitos: se busca alcanzar la referida meta fiscal sin subir impuestos y bajando gastos; se priorizan la enseñanza y las políticas sociales; se busca una mayor eficiencia en el gasto público, que se pretende que pase a ser un instrumento útil para la provisión de servicios públicos. Nos hemos cansado de escuchar, en los últimos años, la receta que consiste en subir el gasto para arreglarlo todo, que ya vimos cómo terminó. Es difícil no coincidir con estos propósitos. Sea bienvenido el cambio de aire.

También debe destacarse la introducción de una regla fiscal que tendrá en cuenta el ciclo económico y topeará el crecimiento del gasto, así como una nueva definición, más transparente, para topear la deuda.

Tan beneméritos propósitos tienen, sin embargo, un sustento dudoso en el escenario oficial. Veamos algunos argumentos en ese sentido.

Uno, se asume un crecimiento económico optimista que deberá revisarse cuando en diciembre se tenga la nueva base de las cuentas nacionales, la que puede dar lugar a crecimientos más moderados. También se sobre estima el aporte del proyecto UPM 2 al crecimiento del PIB.

Dos, se supone que se sale de la pandemia en forma de “V” y sin secuelas, como si en el próximo enero se cumpliera aquello de “año nuevo, vida nueva”. Se asume que ya no habrá impacto fiscal ni sobre la actividad y el empleo.

Tres, también está implícito en los supuestos fiscales y de crecimiento que cuando se abran las fronteras con los vecinos, no sufriremos las consecuencias de los tremendos diferenciales de precios que tenemos con ellos. ¿Acaso se espera que en cuando ello ocurra, en Brasil se volverá a cuatro reales y que en Argentina no habrá más “blue”?

Cuatro, no se asumen mejoras adicionales a las registradas en este año en materia de tipo de cambio real. O sea que se supone que seguiremos caros en dólares. No parece ser la situación ideal para el “malla oro” en el que el presidente ha centrado sus esperanzas de recuperación.

Cinco, tampoco se percibe un descenso del “costo país” desde el lado fiscal. Si bien no se plantean aumentos de impuestos, la reducción prevista para el gasto público es muy gradual.

Además, se prevé una mejoría fiscal considerable en las empresas estatales que tampoco permite vislumbrar menores costos por ese lado.

En definitiva, los puntos cuatro y cinco muestran que la mochila con la que deberá cargar el sector privado no se verá alivianada.

Seis, se mantiene la meta fiscal eterna, pero con menos inflación, lo que pegará por el lado del financiamiento y por el lado del déficit debido a la diferente memoria de las indexaciones de ingresos y gastos. La meta debió ser más exigente (¿-2% del PIB?), además de que debió plantearse para mucho antes de 2024.

Siete, se asume como permanente (al menos hasta 2024) un shock positivo (tasas bajas, abundante financiamiento y dólar débil) lo que por definición es la opción más riesgosa.

En este presupuesto el gobierno se muestra rehén de su compromiso electoral de no subir impuestos y pretende evitar el necesario ajuste pendiente confiando en tener suerte con el escenario global, “apostando al crecimiento” (Arbeleche dixit), con un apriete del gasto que no será fácil de sostener desde la política y flexibilizando las metas fiscales.

Precisamente, también el contexto político pone en riesgo el cumplimiento del camino fiscal planteado. El presupuesto implica, en el escenario que se toma como base, que no habrá posibilidades de subir el gasto más allá de lo que ya se estableció para el quinquenio (muy poco). Implica tener apretada la cincha del Estado y no aflojarla durante cinco años. También implica apretar y no aflojar la cincha de gobernantes (políticos profesionales) que representan sectores que forman parte de la coalición, que suelen valorar (y pelear por) la magnitud del presupuesto a su cargo.

El tiempo dirá, pero cuando se apuesta a tener suerte se corren riesgos. Y el más serio para el gobierno es tener que encarar, a mitad de camino, el ajuste que no hace al inicio, cuando su popularidad es máxima y se está bien lejos de las elecciones. Pero, por otro lado, es propio del ADN de los políticos que busquen evitar el ajuste si creen (¿creen?) que al fin y al cabo no tendrán que hacerlo.

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