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La intimidad del adiós

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Beverly Bancroft

Cuando un escritor despide a un ser querido, enfrenta varias encrucijadas, sobre todo a la hora de narrar ese dolor.

Mercedes Estramil

EL PUDOR atraviesa —desde la escritura, la lectura o ambas— la sustancia de las elegías fúnebres, esos recordatorios escritos sobre los muertos queridos, sean familiares, amantes o amigos. ¿Cómo se escribe eso, desde qué lugar, con qué finalidad, a qué distancia? Cuando esas elegías se publican se suele decir que son los textos "más personales" de sus autores. Así rezan las solapas, dando por sentado que ahí está el escritor desnudo emocionalmente ante nosotros, lectores, y "vaciado" de literatura. Nunca es del todo así. De la misma forma que un fotógrafo en plena guerra —y por más implicado que esté con la desgracia humana— "ve" la foto, la muerte no desaparece como tema para el escritor cuando le toca de cerca. En otras palabras: conoce el tópico, y ya sea que lo escriba de modo torrencial y "catártico" o que borde con exactitud cada palabra, su oficio no desaparece ahí. No tendría por qué, por otra parte.

EL VARIADO DOLOR

También vale aclarar que no todas las elegías fúnebres son cantos de amor, admiración y respeto hacia el ausente; en algunas pesa más la reflexión filosófica sobre el paso del tiempo y el destino humano; en otras se sospecha algún ajuste de cuentas afectivas. Entre las más antiguas en lengua española —la incluida hacia el final en Libro de buen amor de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, y "Coplas por la muerte de su padre", de Jorge Manrique— los muertos evocados (la trotaconventos en uno, el padre del autor en el otro) tienen menos protagonismo que la propia muerte y que esas consideraciones universales sobre su presencia igualadora, lo efímero del placer y los dolores del recuerdo. La generación española del 27 aportó elegías memorables en el terreno de la amistad: el "Llanto por Ignacio Sánchez Mejía" de Federico García Lorca a su amigo torero, la "Elegía" de Miguel Hernández a su amigo Ramón Sijé, y poco después las que recibe Lorca de sus compañeros de generación (Antonio Machado, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Emilio Prados, etc.). En el poema de Hernández hay una justificación interesante y por algo la titula "Elegía primera": "Entre todos los muertos de elegía,/ sin olvidar el eco de ninguno,/ por haber resonado más en el alma mía,/ la mano de mi llanto escoge uno." Incluso en el caso de Hernández, que hizo más de una, se impone la elección. Los escritores no andan haciendo elegías de todos los muertos a su alrededor, y son contados los casos de repeticiones excelsas: se podrían citar, siguiendo en el canal lírico, los extensos poemarios que le dedicó el mexicano Jaime Sabines tanto a su padre como a su madre.

Por otra parte, hay una expectativa lectora respecto al tono de la composición, hasta dónde mostrarse y mostrar al muerto, qué líneas cruzar y cuáles no. Un texto audaz sigue siendo el del argentino Guillermo Saavedra que en el poemario El velador (1998) compone una perturbadora y demoledora semblanza de la madre escapando de los clisés del dolor manifiesto, y estableciendo una suerte de llanto mordaz y grotesco. No es lo usual. Podría citarse también, ya en prosa y más reciente, la novela de la francesa Delphine de Vigan, Nada se opone a la noche (2011), una biografía familiar que le permite sacar al sol los trapos sucios y de algún modo terminar con el "entierro". Porque eso son también las elegías, un modo de decir adiós que al imprimirse cobra consistencia y efectiviza el duelo.

En Inglaterra sentaron precedentes pesados en los siglos XVII y XIX respectivamente los poetas John Milton y Percy B. Shelley, homenajeando la muerte de dos amigos. El de Shelley era nada menos que John Keats y para él escribió el emotivo "Adonas". En 1936 W.H. Auden publicó la primera versión del luego famoso "Funeral Blues" que pide que el mundo entero se paralice ante la muerte del amante.

De ese país llegan ahora traducidas casi juntas dos formidables elegías narrativas, firmadas por viudos de renombre: Julian Barnes y John Berger. La agente editorial Pat Kavanagh era la esposa del primero, murió en 2008, y Barnes publicó en 2013 un libro ambicioso que podría catalogarse de novela, Niveles de vida. Es un tríptico de ascensión y descenso que recién en la última parte hace entrar a Pat (sin nombrarla, solo en la dedicatoria aparece), sin sensiblería, pero con una pátina de dolor y desamparo sobre la herida abierta (el libro fue reseñado en El País Cultural No. 1283). A su vez, Beverly Bancroft estaba casada en segundas nupcias con el escritor y crítico de arte John Berger (n. 1926). Cuando muere en 2013, él y su hijo Yves escriben e ilustran Rondó para Beverly (2014), un libro de tamaño chico que hace lo fundamental y primario del duelo: llora.

LA COMÚN BELLEZA

El comienzo de Rondó para Beverly es una fotografía en blanco y negro de su despacho, tomada en 2009 por John Christie: la luz que entra por una ventana ilumina un espacio atiborrado de libros y lámparas torcidas que sin embargo no parece asfixiante. Inmediatamente después de esa entrada al hábitat de Beverly, la breve frase de su hijo: "Mamá, estoy a punto de inaugurar mi primera exposición en Londres. Cuánto te echo de menos. Sé lo contenta que estarías". No puede ser más íntimo, y tampoco puede ser más colectivo. En todos los fragmentos de Yves, señalados en cursiva, aparece el apelativo en mayúscula, Mamá. En los correspondientes a John la cuerda de la emoción está menos exigida, quizá, o solo lo parece: da cuenta de cómo nació el texto (a través del arte musical: la audición del rondó Nº 2 para piano de Beethoven), menciona la tierra en la que ella regaba sus plantas (el libro termina con la alusión a las plantas que pondrán en la tumba), los poemas que escucharon juntos, la manera de ella de abrir una puerta, los lentes nuevos que él le compró y que no llegó a usar, los viajes en moto, la belleza que tenía cuando estaba muriendo.

Es un adiós escueto y certero y exhibe, sí, da el muerto al mundo para que el mundo lo vea. Era así, nos dice, aquí están sus retratos, fotografías, vicios, virtudes, sus lugares amados y su final. Los dibujos de su ropa y sus zapatos, hechos por John en 2013, tienen esa fragilidad conmovedora que nace de querer conservar sustitutos, lo que servía, protegía, adornaba al ser amado y cuya funcionalidad ahora es otra. Se puede hablar de golpes bajos, e incluso uno se puede preguntar qué valor tendría esto si no fuera porque lo firma Berger (Hacia la boda, Lila y Flag, Aquí nos vemos) y porque lo expone con belleza narrativa y afirma dos o tres lugares comunes sobre la vida, la muerte, y la posteridad. Y es cierto. Como también lo es que la elegía permite y hasta reclama una caída de barreras de la sensibilidad, autoriza la vulnerabilidad, la búsqueda de refugio, la autocompasión y el uso sin culpa (pero con criterio) de los lugares comunes. En parte porque más que un diálogo escritor-lector, como son la mayoría de los textos, el de las mejores elegías es un monólogo del escritor al muerto. La más pura de las ficciones, un diálogo para siempre imposible que por eso mismo, para tener razón de ser, necesita un lector que se conmueva, alguien que haga de cable a tierra para la descarga. Los Berger —John e Yves— pueden estar seguros de que su llanto efectivo y discreto encuentra eco en cualquiera que haya vaciado un ropero.

RONDÓ PARA BEVERLY, de John e Yves Berger. Alfaguara, 2014. Buenos Aires, 54 págs. Traducción de Pilar Vázquez. Distribuye Penguin Random House.

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