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La primera

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El debate público fue muy temido cuando recién apareció en la escena política. Porque la pluralidad niega la unidad, que es tan cómoda para la obediencia, tan rotunda para las decisiones.

El debate público fue muy temido cuando recién apareció en la escena política. Porque la pluralidad niega la unidad, que es tan cómoda para la obediencia, tan rotunda para las decisiones.

Fue en los tiempos en que la política dejó de estar en manos de pocos, autorizados y entendidos, y se derramó en la sociedad toda. Me refiero al lejano año de 1810, aunque bien valga para el permanente proceso de ampliación de la democracia contemporánea.

En aquel año la ciudadanía apareció en sustitución de la ciega obediencia del súbdito, reclamó representación política y desató el debate público. Fue en medio de una Montevideo sitiada que se eligió al primer diputado ante las Cortes Generales reunidas en Cádiz. Se llamaba Rafael Zufriategui, había actuado junto a Larrañaga como capellán militar durante la reconquista de Buenos Aires en 1806 y había sido parte del cabildo abierto de 1808.

Era, por su propio apellido e historia, un fiel retrato de aquella hora de enfrentamientos: aunque él representaba a la Montevideo monárquica, su hermano Pablo era artiguista. A su otro hermano Ignacio, que al igual que él era sacerdote, le dejó la capellanía para viajar a Cádiz a cumplir lo que sus representados le indicaban en un cuaderno de instrucciones que le entregó el Cabildo: reclamar ayuda para la ciudad y una mayor autonomía frente a Buenos Aires.

Estuvo casi dos años en Cádiz. En octubre de 1812, Zufriategui fue uno de los 184 firmantes de la Constitución conocida como "la Pepa". El Cabildo montevideano aplaudió su labor legislativa, pero no aprobó su voto a favor de la disolución de las Cortes que acababan de promulgar esa Constitución que consagraba la soberanía como residente en la Nación, la división de poderes, la libertad de prensa y de expresión. Pese a reprobar lo votado por su diputado, el Cabildo manifestó que "siendo todos los Diputados libres en sus opiniones", nada tenía de extraño que Zufriategui hubiese votado como lo hizo.

La moderna condición de diputado, reconocida precisamente en la Constitución de 1812, así lo indicaba. El hombre público debía tener una primera virtud: la de comprender el mayor número posible de realidades y de opiniones que esas realidades generan en los ciudadanos, comunicándolas entre sí.

¿Cómo debe lograr cada representante esa síntesis? La pregunta no es ociosa, ni es el resultado únicamente de los estudios sobre el pasado. Si no le temiéramos al debate público en profundidad, tal y como le temieron cuando apareció en la escena política por primera vez, hoy deberíamos estar discutiendo los fundamentos de la representación ciudadana. ¿A quien deben leal representación los representantes?

A sí mismos, decía Platón: "Es mejor estar en desacuerdo con el mundo entero que, siendo uno solo estar en desacuerdo conmigo mismo". Porque no hay verdad absoluta, independiente de la existencia de los hombres; ese absoluto era para el pensador griego el de los dioses, o el que se invocaba para convertir algo en causa. Para justificar -en nombre del fin - cualquier medio.

El principal criterio a seguir por parte del hombre público que comunica verazmente su propia opinión es estar de acuerdo consigo mismo, luego de considerar la de todos, como bien explicó Hanna Arendt en "La promesa de la política".

Un libro a recomendar. Arendt, Hanna, "La promesa de la política", Paidós, España, 2008, pág. 56

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Ana Ribeiro

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