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Punta del paraíso

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Agua en cualquier versión —mar, río, arroyo o laguna—; nubes con formas y colores como no hay en ningún otro lugar; atardeceres inolvidables que empiezan en los ojos y nos despejan interiormente; aromas naturales (y de los otros, por ejemplo, de un buen asado); ondulaciones y panorámicas irrepetibles, olas bravas para los audaces y olitas mansas para los demás. Bienvenidos al paraíso, bienvenidos a Punta del Este.

Los argentinos, se sabe, somos siempre ambivalentes y Punta no iba a ser la excepción: algunos estamos profundamente enamorados de ella y otros le tienen idea. Los que todavía no la conocen suelen conjeturar sobre los que nos declaramos sus incondicionales: "¿serán de familia de alta alcurnia, nuevo rico o esnob?".

El peronismo generó prejuicios y pasó de desaconsejar su visita a convertirlo en la capital del verano en los 90, cuando gobernaba Carlos Menem, uno de sus contradictorios líderes. Las revistas de actualidad argentina profundizaron otro malentendido al retratar obsesivamente las playas y los boliches de moda, como si el Este se redujese a un frívolo club de lolitas rubias y efebos bien formados.

Cielos estrellados, bosques intensos, charlas amables sobre la arena tibia, caminatas interminables que oxigenan los pulmones y el alma, lecturas musicalizadas por el piar de pájaros y los chasquidos acuáticos, un buen recital en Medio y Medio, los caminos que serpentean entre las chacras, los panqueques de Lapataia. Y paro acá porque si sigo, planto todo lo que estoy haciendo y me tomo el próximo Buquebús.

(*) Pablo Sirvén es secretario de redacción del diario La Nación, de Buenos Aires, autor de ocho libros.

LA COLUMNA

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