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La química del poder

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El País

Agustín Courtoisie

NO ES EL CONFUSO caso del ciudadano chileno Eugenio Berríos el único tema atractivo del libro Silencio de Estado. Hace tiempo que no se publicaba una crónica tan inquietante sobre las debilidades que la democracia uruguaya todavía padecía hace quince años. Éste último es el verdadero foco de interés del libro, más allá de sus aciertos o de sus probables inexactitudes, imposibles de evitar en un emprendimiento tan ambicioso como el que lleva a cabo Sergio Israel (Montevideo, 1957), autor entre otros de El enigma Trabal (2002) y periodista de larga trayectoria.

No era trigo limpio. Eran duras las acusaciones que recaían por entonces sobre Berríos, de profesión bioquímico y ex servidor del gobierno de Pinochet, desde el invento del gas sarín hasta su participación en el asesinato de numerosas personalidades políticas, por ejemplo el ex presidente Eduardo Frei Montalvo.

La complicidad de militares chilenos, uruguayos y argentinos, habría protegido a Berríos durante algún tiempo hasta que el bioquímico manejó la posibilidad de regresar a Chile y enfrentar las consecuencias legales de sus acciones. Eso podía suponer convertirse en un testigo muy incómodo para mucha gente. La decisión de matarlo requirió entonces de nuevas complicidades. El posterior hallazgo en territorio uruguayo de su cadáver -o de sus presuntos restos- provocó cimbronazos políticos, puso de relieve siniestras conexiones, y mostró el poder corporativo que todavía poseían logias y diferentes sectores de las Fuerzas Armadas, tanto como sus luchas internas.

Un ex director de Policía de Investigaciones (Chile), Nelson Mery, en una entrevista con el diario chileno La Nación (29/7/2007) brindó varias pistas para entender por qué había tantos interesados en matar a Berríos: "Para mí, el motivo principal es que era un civil de la DINA [Dirección de Inteligencia Nacional de Chile] que se desempeñaba en la brigada Mulchén. En el 91 y el 92, aquella agrupación no afloraba en las investigaciones y no se conocía su existencia. Pienso que la detención de Berríos, en el caso Letelier, pudo haber abierto esta línea si hubiera delatado a la brigada y sus integrantes como responsables de la muerte de Letelier, del general Prats, del atentado a Bernardo Leigthon, de la muerte del cabo Manuel Leyton con gas sarín, del homicidio de Camelo Soria, de las armas químicas y las toxinas. Berríos era una persona que podía revelar todo eso. También analizamos que a Berríos lo mataron poco antes de que Pinochet viajara a Uruguay. Lo mataron porque éste no quería que se arrancara y que fuera a contar algo de él… Y no se nos olvide el caso de la muerte del ex presidente Frei" .

Alcohólico, bisexual, drogadicto, individuo inestable emocionalmente, eran otras descripciones posibles, según varios testimonios, del oscuro personaje desaparecido en el Uruguay. Otro dato muy relevante era que Berríos fabricaba drogas para su socio Marco Antonio Pinochet, hijo del dictador. Una investigación concluye que fue la Dirección de Inteligencia del Ejército de Chile (DINE) -no confundir con la DINA-, la que lo asesinó.

Espiando colegas. La lectura de Silencio de Estado puede emprenderse como si se tratara de una novela de espionaje. Sobre todo, a partir de la cinematográfica aparición de Berríos el 15 de noviembre de 1992, cuando se escapa del chalet de Parque del Plata (Uruguay), donde al parecer lo tenían secuestrado, y pide ayuda en una comisaría.

Cada tanto, el lector debe dar una mirada a la cronología ubicada al final. En ella se aportan elementos que no tienen que ver estrictamente con el caso Berríos pero que provocan una extraña sensación conspirativa, más allá de que a lo largo de las páginas muchos datos no puedan articularse con facilidad como pertenecientes a una misma trama.

Por ejemplo, el estallido de una granada en una unidad de artillería, tres días después; y un atentado contra la garita de la Embajada de Estados Unidos, el mismo día. O la llegada a Montevideo del General Pinochet, entonces comandante en Jefe del Ejército de Chile, el 24 de febrero de 1993. O el disparo en el despacho del Juez Vomero en Pando. O el regreso de su viaje a Gran Bretaña, antes de lo previsto, del entonces presidente Luis Alberto Lacalle, el 10 de junio. O la citación por parte de la justicia a los uruguayos involucrados y su no concurrencia a declarar, el 27 de julio.

Los ejemplos podrían multiplicarse pero si el lector repara en la interpelación del ministro Mariano Brito, por parte de Carlos Cigliutti, senador del Foro Batllista, y en la inmediata renuncia del ministro, se asombrará de los oscuros temas implicados. Por ejemplo, pocos días antes "el general Mario Aguerrondo reconoce en una reunión de generales que ordenó la colocación de un micrófono en una dependencia del general Fernán Amado". La sanción para Aguerrondo consistió en 15 días de arresto y su posterior traslado a Washington, lo cual no parece un castigo proporcional ante semejante conducta.

Otras páginas atribuyen a un canciller haber declarado que el poder político debió "doblar el pescuezo" ante el poder militar. Algunas narran episodios muy sugerentes en el sentido de la mutua protección entre distintos miembros de las Fuerzas Armadas. Tal vez la enorme cantidad de sucesos incluidos impide una reconstrucción o una síntesis global coherente. Pero eso no impide reconocer que Silencio de Estado arrima muchos elementos olvidados que deberían motivar una reflexión profunda, sobre todo por parte de la clase política.

Visiones encontradas. Durante la entrevista por correo electrónico que Israel le realizó a Luis Alberto Lacalle para el libro (se negó a una entrevista personal), el investigador le recordó al entonces presidente que en 1993 había suspendido la "parte privada de la visita a Gran Bretaña" y regresado a Montevideo, porque "durante estos años se ha insistido en que usted salió de Londres con ímpetu de adoptar medidas pero que ello no le fue posible". Luego le pregunta "qué pudo hacer" al llegar a Montevideo, y alude a que los generales uruguayos habrían dado un "golpe de Estado técnico".

Luis Alberto Lacalle respondió introduciendo una perspectiva diferente a la del autor de Silencio de Estado: "Rechazo enfáticamente toda versión de menoscabo de mi autoridad como presidente en esta o en cualquier oportunidad. A mi regreso convoqué al ministro de Defensa y todos los generales que se encontraban en el país para darles mi punto de vista y las órdenes pertinentes. Luego se encargó el ministro Brito de realizar las correspondientes investigaciones".

No va a ser fácil ponerse de acuerdo, ni determinar con precisión la real magnitud del ruido de sables en aquella democracia. En todo caso, no parece un mérito menor de las autoridades de entonces que la banda presidencial haya sido transferida, en tiempo y en forma, entre dos presidentes democráticamente electos.

SILENCIO DE ESTADO. Eugenio Berríos y el poder político uruguayo, de Sergio Israel. Montevideo, 2008, Aguilar. Distribuye Santillana. 284 págs.

El peluquero de Eugenio

UNO DE LOS lugares donde pasaba más tiempo [Berríos] era la peluquería de Oscar Colombo, en Benito Blanco y Guayaquí. Allí llegó por primera vez un sábado de tarde, al poco tiempo de instalarse en Montevideo. Solicitó cortarse el pelo y antes de retirarse se presentó como Eugenio y le preguntó al dueño si no le molestaba que fuera a pasar el rato. "Me gusta ir a las peluquerías a leer el diario y conversar. ¿Puedo venir?", preguntó con una mirada tan firme que Colombo solo había percibido algo parecido en Washington Cataldi.

Colombo había quedado realmente impresionado por su personalidad y creía que se trataba de un individuo con una gran sabiduría. Una vez el peluquero le mostró un producto para las canas y con solo observarlo acertó en ocho de los diez componentes que tenía. No hablaba mucho de política.

Al principio su comportamiento era normal, pero cada tanto dejaba entrever cosas que luego llamaron la atención: por ejemplo, preguntó varias veces si en la peluquería no habría micrófonos ocultos. En general se mostraba bastante perseguido. "El día que el Cóndor despierte ..." , decía cada tanto. Otra vez dejó caer una frase más explícita: "Volé tan alto que le toqué los huevos al Cóndor". Colombo dedujo que el cóndor era Pinochet.

(Extraído de Silencio de Estado, pág. 196)

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