La argentina Cinthia Fernández fue una de las figuras "revelación" del año pasado en el mundo televisivo argentino. Y lo escribo entre comillas por que ya había salido a la luz pública unos años antes, aunque con menor suerte. Su gran salto fue cuando reapareció totalmente recauchutada, con un cuerpo que se cotizaba caro y que traía rating y buenas ventas de las revistas en las que aparecía. Había logrado lo que buscó durante mucho tiempo. Luego de pasar por las competencias de Bailando por un sueño, hizo temporada de teatro en Mar del Plata, como es lógico en la carrera que perseguía en Argentina. Sus abdominales eran de estampa, su cuerpo parecía esculpido (en parte lo era, por un cirujano plástico). Hasta que un día se desmayó. Y después tuvo una depresión (según los medios de prensa).

Los episodios no pasaron desapercibidos por que todos miraban lo que hacía y cómo lo hacía. Había, y probablemente todavía hay, una gran presión a su alrededor. Para impactar en televisión con las reglas a las que ella se adaptaba, había que tener un cuerpo perfecto, sin un gramo de grasa, con las curvas perfectamente marcadas. Para el teatro es más o menos lo mismo. Claro que eso tiene su costo.

Mantenerse en forma lleva cierto tiempo, pero generalmente implica una actividad que contribuye a tener una vida saludable. Mantenerse en una forma envidiable, aparentemente superior a la de la gente común y a la de los colegas del escenario, es más complicado. Puede requerir muchas horas de gimnasia diaria, anfetaminas u otros químicos que ayuden a quemar grasas, dietas estrictas… El resultado puede ser dinero y fama para la persona, pero el costo que tiene puede a veces implicar daños a la salud. Y no es una cuestión de moralejas sobre la vida de gente del espectáculo que ni siquiera conozco en persona, es básicamente la constatación de un hecho. Claro que desde abajo del escenario, o a través de la televisión, el público solo recibe la imagen de un cuerpo perfecto.