Publicidad

El uruguayo que vino al mundo a tocar el tambor y hoy enseña el candombe y el toque Cuareim en Buenos Aires

Nació en Barrio Sur y vive en Argentina, donde da clases de candombe a los locales. Está convencido de que su misión en esta tierra es tocar y con eso da shows, entabla amistad con Drexler y cruza fronteras. La historia de Pikiki Aguirre.

Compartir esta noticia
Pikiki.jpg
Pikiki Aguirre, el tamborilero nacido Víctor Raúl Aguirre Silva.
Foto: Gentileza Pikiki Aguirre

Victor Raúl Aguirre Silva es el único tamborilero, el único percusionista profesional entre 12 hermanos que saben tocar el tambor, pero trabajan en otros oficios. También es el único de la familia que cruzó el Río de la Plata para buscar otro destino musical en Buenos Aires hace más de 10 años. En el Barrio Sur todos lo conocen como Pikiki, el apodo que le puso su madre de niño y que odiaba, pero que después se convirtió en una parte de su identidad. Así lo conocieron en el mundo del candombe cuando empezó a salir en las comparsas durante el Carnaval de las Promesas en su niñez con Morenada Junior, y fue parte de la cuerda de tambores en Lonjas de Cuareim, Biafra y Bantú. Así lo conoció, muchos años después, el cantautor Jorge Drexler, que se sorprendió con su toque cuando lo vio en un video casero subido a YouTube, y al poco tiempo le escribió por el chat de Facebook durante la pandemia para decirle que se tenían que conocer. En 2021 compartieron un asado en la casa del cantautor argentino Kevin Johansen, y este verano tocaron juntos en el Festival de la Canción de La Serena, y Drexler lo eligió para que forme parte de su banda en el show gratuito que ofreció en Canelones.

Ambos músicos están conectados a miles de kilómetros de distancia. En una de sus muñecas, Pikiki lleva una pulsera con piedras volcánicas que le regaló el cantautor. Él se lo retribuyó con un colgante que tiene una piedra tallada con el mapa de Uruguay y que el músico lleva en sus giras. Para el Día del Amigo le mando un mensaje. Drexler le contestó: “Feliz día del amigo nuevo”.

Sentado en un bullicioso bar porteño, donde eleva un poco el tono para no quedar tapado por el silbido de la máquina de café, dice: “Todo se lo tengo que agradecer al tamborcito”.

Sin su tambor se siente un poco desnudo en la vida. Ahora está preocupado. El tambor quedó atrapado en el baúl del auto. Un desperfecto mecánico lo obligó a dejarlo en Puente Alsina y no podía subir con el instrumento al ómnibus que lo trajo hasta Almagro, donde en una hora tendrá que dar clases en un centro cultural. De allí cargará los tambores para ir a Flores (a unos 7 kilómetros), para tocar a beneficio de un músico que necesita una operación. Después se volverá de madrugada hasta la provincia. Pikiki no se desalienta. Vino a Buenos Aires para tocar. No le gustaría estar haciendo otra cosa.

Cuando recién llegó otras eran las preocupaciones. Dónde iba a vivir, de qué iba a trabajar. Encontró una pensión en el barrio San Cristóbal y terminó como encargado. Buenos Aires le mostró otras posibilidades. “Acá es la capital de los extranjeros, te podés encontrar con un alemán, un peruano, un colombiano, y podes aprender la raíz de su cultura”.

Se puso a estudiar batería y su toque Cuareim fue la novedad en el ambiente. Los músicos lo llamaban para grabar o tocar. Formó pareja con una argentina y tuvieron un hijo, Akin, que en su YouTube aparece tocando el tambor con los pañales puestos y ahora tiene ocho años: una forma de hacer crecer la familia mientras extrañaba a sus otros dos hijos, Samara de 20 y Camilo de 15, que quedaron con su primera mujer en Montevideo y lo visitan en verano.

“Argentina me ha dado todo. Tengo mi casa, mi nene, vivo con lo necesario, no vivo mal. Estoy bien, más allá de la economía del país”, dice.

La misión de Pikiki Aguirre

Son las 18 de un día frío y lluvioso en el barrio de Almagro, una zona de clase trabajadora a treinta cuadras del Obelisco. En una antigua casa, donde hay un centro cultural que ofrece talleres muy variados —desde yoga a clases de zumba—, Pikiki dispone cuatro tambores sobre el piso de madera y arma una ronda de alumnos para traspasar los toques claves del candombe. Empiezan por la base con un ritmo cadencioso, hasta que van incorporando las distintas figuras. Es una conversación de tambores con alguna indicación del maestro con la cabeza, o con las manos, marcando la entrada de un golpe o el tempo: “Tac-tac-tac/tac-tac”. Primero es lo básico, hasta que el ritmo se va complejizando.

El alumno más novato —esta es su segunda clase— toca primero con un tambor y después con dos. Al final del encuentro ya está tocando con los tres tambores: chico, piano y repique. Pikiki lo mira con satisfacción. “Así, tranquilo, llevá el ritmo con las manos”, dice con tono de maestro. En esos momentos, tocando suavemente el tambor, Pikiki está en el mejor de los mundos, adentro del ritmo que lo lleva hacia la raíz.

El cuarto hijo de Pedro Aguirre, un empleado del correo del barrio Ansina, y de Olga Hernández Silva, mucama, cocinera y poeta, nació un 30 de setiembre de 1971 en la “casa verde” de Carlos Gardel y Cuareim, cuna del candombe. “Mi mamá Olga cantaba en un coro y bailaba candombe. A mi papá le gustaba más la música brasileña. Después, el resto de la familia somos todos candomberos. Hasta los mas chicos tocan”, dice.

Su vecino, que vivía en la casa de enfrente, era Juan Ángel Silva, el dueño de Morenada. “Aprendí como todos los chicos, mirando, después tocando. Miraba a Cachila, a Julio María, al Wilson, a Manuel, a todos los referentes, los iba observando”. El candombe también se respiraba en su casa. “Vivíamos en un PH con un ombú enorme en el patio y cuando se hacían asados, tocábamos todos”.

Pikiki v.jpg
Víctor "Pikiki" Aguirre, músico y candombero uruguayo.
Foto: Gentileza Pikiki Aguirre

Profesionalmente empezó a los 16 años en la comparsa Vivir. “Los grandes te van midiendo, te conocen del barrio y en un momento se dan cuenta si estás listo”, dice Pikiki. Ese carnaval fue elegido revelación de tambor piano y comenzó su largo camino en el candombe, que lo llevó a formar parte de un bastión del toque Ansina, la agrupación Bantú, dirigida por Tomás Olivera Chirimini. Fue como jugar en la selección: “Por ahí, pasaron todos los grandes del candombe”, dice. El director de 83 años es su referente. Le gustaría ser como él. “Chirimini es un señor y un tipo muy sabio”.

En la semana da clases de tambor, es chofer de una señora mayor, se ocupa de su hijo Akin, toca en jams como percusionista y tiene una residencia musical todos los miércoles, a las 21.00 en el Congo Bar de Palermo, donde se destaca en el ensamble Triple Frontera, un colectivo de músicos argentinos, brasileños y uruguayos. Dentro de poco planea llegar con el tambor hasta España. Todavía recuerda una gira con el grupo Bantú, con el que participó en el festival Pirineos Sur. “Yo no hubiera tenido plata para viajar a Francia y España, y mi tambor me llevó a todos esos lugares”, dice y se ve otra vez como niño, pegándole a los parches en el barrio.

Pikiki Aguirre fue director musical de distintas comparsas como Senegal y Sarabanda y, también, tuvo su propia agrupación, Lumumba, pero se tuvo que ir de Montevideo para ser reconocido. “Me fui y me valoran más. Nadie es profeta en su tierra”, dice, y es el único momento en que su sonrisa se tuerce y cierto dolor le atraviesa la mirada.

En cambio, el resto del tiempo, el candombero, el percusionista, el discípulo de Chirimini, el hijo de Olga y Pedro, el padre de tres hijos, parece moverse y vivir al ritmo cadencioso del toque Cuareim cuando camina, gesticula y explica cómo el tambor forma parte de su vida, o cuando larga una risotada y cuenta que el mensaje de Jorge Drexler estuvo seis meses sin ser leído en el chat de Facebook, o cuando relata cómo su madre compraba regalos de Navidad durante el año y los guardaba en el ropero para que no les faltara nada a ninguno de sus 12 hijos, o cuando reflexiona sobre la reencarnación y dice que todos vienen con una misión a esta tierra y la suya, la que descubrió jugando en el Barrio Sur, la que adoptó profesionalmente, la que lo llevó a viajar y cambiar de vida, es tocar el tambor hasta el último día.

—Mis manos y el tambor. Con sólo eso me alcanza.

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar

Publicidad

Publicidad