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Lenguaje y poder

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Nadie ignora que el lenguaje escrito y verbal es uno de los escenarios en donde se ejerce el poder, y las palabras que lo forman suelen cobrar nuevos significados cuando se aplican con el afán de imponer ese poder.

Nadie ignora que el lenguaje escrito y verbal es uno de los escenarios en donde se ejerce el poder, y las palabras que lo forman suelen cobrar nuevos significados cuando se aplican con el afán de imponer ese poder.

En especial en el discurso público. Una de las caras de esa realidad es el paulatino uso de un léxico que atiende al género y pretende crear palabras que apuntan menos a la corrección política que al toqueteo innecesario del idioma.

Ahora es correcto decir “niños y niñas” cuando se alude a la niñez. “Vecinos y vecinas” cuando se nombra a un colectivo barrial. Y hasta ahí sumamos vocablos que no agregan nada al concepto, pero no más. Pero si en un discurso público, un líder demagógico caribeño espeta “millones y millonas”, que es como decir “números y númeras”, estamos en problemas.

Los ejemplos podrían seguir con riesgo de convertir esta columna en un inventario de disparates idiomáticos. Sin embargo, por debajo de esa intencionalidad bienpensante y de ese afán de combatir los entresijos machistas del idioma, lo que se agita es un proyecto de dominio a través de las palabras. Y en esta realidad confluyen inevitablemente varios factores: sexismo lingüístico, sensibilidad feminista, ambigüedad semántica y un ejercicio de poder, lo cual dificulta la aplicación fluida y feliz de esos cambios, por más bien intencionados que sean.

Hace unos años en España la ministra de igualdad del PSOE, Bibiana Aído, se refirió en el congreso a sus miembros y miembras, dando así una lección práctica de lenguaje de género: feminizó un sustantivo que es igual para ambos sexos, y lo duplicó inútilmente. Cuando le desmintieron que miembra fuera usual en Hispanoamérica -que era la disculpa que dio la ministra por haber usado tal expresión- Aído sugirió que la Real Academia podía incluirla en su diccionario. Así nomás y de un plumazo. Algunos lingüistas dan cuenta de este y otros ejemplos, y ponen en cuestión el feminismo lingüístico, al cual califican de subterfugio sin base científica. Este se asienta también en una operación política en la que el idioma sucumbe a cada paso porque lo destruye una manipulación intencionada.

En el sentido de lo que comento, son notables las intervenciones del escritor Arturo Pérez Reverte sobre este tema. A la hora de opinar no se anda con remilgos cuando dice que también el “feminazismo orgánico, oficial, es un negocio del que trincan pasta muchos. Y sobre todo, muchas”.

Es que en el territorio de las palabras, la munición en los debates puede usar obuses de gran poder. No obstante, Pérez Reverte deja en claro que el ataque va dirigido -como él dice- a “los que corrompen con su estupidez o cobardía la necesaria lucha de un feminismo inteligente y serio, tan necesario. Tan de justicia”. Frase que suscribo en todos sus términos y resumo su sentido: feminismo sí, estupidez no.

Por aquí son pocas las voces que expresan su desacuerdo con la mal entendida necesidad del lenguaje de género. Forzar el idioma y utilizarlo para obligar a que se hable de determinada manera es un recurso de cierto totalitarismo de bajas calorías que se nos impone a diario como la extorsión moral de un grupo de iluminados (e iluminadas, faltaba más).

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Hugo Burel

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