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Los derechos y el odio

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Un ejemplo, para encuadrar el tema: la marcha por Montevideo para “celebrar” el Día de la Diversidad se ha convertido en un “must” contemporáneo y su característica más saliente es la agresividad. Más que una reivindicación (o aún que un festejo por los logros obtenidos), lo que mueve es la aversión al “otro” y la advertencia (amenaza) de lo que se está dispuesto a hacer ante cualquier discrepancia u oposición.

El absurdo llega al punto de que la Suprema Corte debe barricarse para evitar que le dañen su sede. Así es vista la justicia por los manifestantes. Como que el sentido de la manifestación y la propia identidad de los manifestantes están dados en el estigmatizar al diverso de los “diversos”. Una muestra clásica de este estado de ánimo es el ritual de querer vandalizar la Iglesia del Cordón, sobre 18 de Julio.

Todo eso lleva a la pregunta: ¿dónde está el núcleo, el eje de la vivencia? ¿Es la convicción de que hay un derecho frustrado, amenazado, suprimido? ¿O lo que mueve es la inclinación (a veces hasta la necesidad) por odiar? No se ve la mano abierta que invita a comprender, a dialogar. Sí el puño cerrado, el grito desaforado y hasta la pintura y la vestimenta como de guerra.

Infelizmente, ocurre que, cuando uno está vacío de argumentos y motivaciones que llenen y den significado a su vida, abrace la fuerza que da el odio al “otro”. Y no es infrecuente que se elija a la Iglesia como la personificación de ese (o “eso”), “otro”. No debe sorprender: siempre es más fácil y más efectivo identificar un enemigo y cargarlo con todos los males que explican mis broncas y frustraciones.

En el ejemplo (y no es el único), la Iglesia es el enemigo ideal: está en contra, contra mí: quiere reprimir mi libertad personal, la de elegir el sexo, la de elegir liberarme de la vida que llevo en mi cuerpo y que me complica, de liberarme de tantas ataduras que me exigen sacrificios… Todo por estar aferrada a viejos mitos y temores y tener la soberbia de querer imponer sus reglas. Oscurantismo y opresión. Su error y su perversión confirman mi posición, me dan tranquilidad y alimentan mi militancia (tan necesaria para mantener vivas aquellas dos).

Como que está pasada la hora de aclarar los tantos.

Para empezar, la Iglesia no está contra la libertad. No podría estarlo, aunque quisiera: el sentido, la esencia, del mensaje de Cristo es el amor y éste no puede existir sin libertad.

El punto está en entender qué es libertad.

Curiosamente, todos captamos que a los niños y aún a los adolescentes, hay que ponerles límites (así se llama), porque suelen querer salirse con reclamos y hasta caprichos, que no son buenos. Ahí percibimos que no hay propiamente libertad, sino más bien egoísmo.

Sin embargo, esa evidencia se nos pierde cuando enfrentamos en nuestra sociedad y en su vida política, reclamos que exigen ser aceptados por el único argumento de que hacen a mi libertad (mi libertad individual, mi derecho individual).

Frente a esa posición/concepción, la iglesia no dice: “tú sos inmaduro, no sabés nada, yo te voy a decir qué podés y qué no podés hacer”.

Su palabra es fundamentalmente distinta.

Te dirá: “tú sos libre, pero no sos soberano. Ser libre no es el derecho de ser y hacer lo que quiero y eso, no sólo porque podés hacerle daño a otros, sino porque podés hacerte daño a ti mismo”. Eso, la Iglesia no te lo dice parándose frente a tu casa y tirándote cosas.

Te cuenta que, por un lado, tiene una experiencia de fe, de vivir una relación, imperfecta pero continua de amor con Cristo, preñada de enseñanzas y, a la vez, siglos de reflexión y experiencia acerca de la naturaleza humana. Al punto de haber aprendido que ambas experiencias no son incompatibles (indivisibles).

Hubo momentos, en esa larga historia, en que entre quienes percibieron y vivieron esas instituciones y experiencias, algunos se cegaron por ello y asumieron posturas cuya raíz no difiere de lo que motiva los excesos del ejemplo. Lo que los invalida, pero no invalida los principios.

En definitiva, la Iglesia no defiende un territorio, ni está en una campaña de market share, aunque a veces los seres humanos que la integran pierden de vista algunos mojones.

Referido al fenómeno de la irrupción de los llamados derechos individuales de última generación, lo que la Iglesia quiere no es prohibir, condenar, anatemizar, sino hacer oír su voz para recordar que la libertad, para ser tal, no puede existir si no es en un orden de libertades. El ser humano no es un todo perfecto, ni la sociedad es una suerte de palomar donde viven individuos, cada uno en su cubículo, haciendo lo que les parece.

La concepción en boga, de que basta con una inclinación personal, que requiera de libertad individual, para justificar el reclamo de un derecho y la protección activa del mismo por el Estado, es una fuerza centrípeta que está desgajando el funcionamiento de la convivencia democrática.

Los derechos humanos (que están mejor descriptos como “personales” que como “individuales”), no pueden existir fuera de un fin último de la persona y de la sociedad: el Bien Común y a esa meta no se llega por el camino del odio, de la lucha de identidades, sustituto de la de clases

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