La crisis del transporte público

Ante la asumida crisis profunda del transporte público capitalino, es oportuno abrir la mirada a todos los diagnósticos, pero no repetir algunos errores que están en la génesis del problema actual.

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Las últimas semanas han sido de aceptación. Aceptación de un problema que viene creciendo de manera lenta pero segura, y que detonó en la opinión pública tras la decisión de la intendenta capitalina Cosse, de aumentar el precio del boleto, pese al anuncio apenas horas antes, de un descenso del precio del combustible.

Presionada por una opinión pública razonablemente enojada, Cosse se negó a ir al legislativo departamental a dar explicaciones, pero mandó a su director de área, Pablo Inthamoussu, a poner la cara ante los reclamos. Las palabras de Inthamoussu fueron contundentes: estamos ante la peor crisis de la historia del sistema de transporte público capitalino. O, más bien, metropolitano, porque el tema derrama principalmente hacia Canelones, cosa que ha generado ya chispazos fuertes entre Cosse y su colega y competidor en la interna del FA, Yamandú Orsi. Hace pocos meses, Orsi llegó a decir que “el sistema de transporte metropolitano es un fracaso absoluto”.

Pero no ingresemos, por ahora, en politiquería fratricida. El problema de fondo es que tenemos un sistema de transporte en la capital del país y sus áreas de influencia, que muestra una caída sistemática e imparable en la venta de boletos.

Esto ocurre pese a tener un sistema que recibe generosos subsidios del contribuyente, que lleva décadas de diseño, contralor, y apoyo de parte de las autoridades políticas de Montevideo y Canelones. Que han experimentado con planes dirigistas ambiciosos, y que sin embargo nos dejan en el lugar actual: un sistema hiperconcentrado, con una empresa casi monopólica (y un par más que pelean para sobrevivir), un sistema hiperregulado, donde no hay decisión que no deba ser aprobada por el poder político. Y un sistema que presta un servicio pobre, del que la gente huye, apenas tiene la oportunidad de comprarse un auto, una motito, lo que sea.

Esta misma semana, El País publicó una entrevista con Gonzalo Márquez, economista, ex director de Transporte de la IMM en el período de Daniel Martínez, y una de las personas que más ha estudiado el tema. Su diagnóstico también es cruento: “hay que intervenir con cambios drásticos en el sistema de transporte público”.

Ahora bien, el problema es hacia dónde apuntar con los cambios. Márquez señala que “cualquier agenda que se establezca en relación con el tránsito y la circulación debe tener su centro en el transporte público”. Y allí empiezan algunas dudas.

No porque no sea verdad que en una ciudad moderna, un sistema de transporte público de calidad sea algo esencial, y deseable. Incluso que el mismo deba contar con recursos públicos y supervisión del estado para garantizar su calidad.

Pero hay un punto en el que parece que ante los déficits que nos brinda el sistema actual, la propuesta de solución es profundizar las características que lo han llevado a tener los problemas que tiene. O incluso peor, a atacar a las vías de escape que ha encontrado el ciudadano, para dejar de ser un público cautivo de un sistema que no le brinda la calidad que demanda.

En los últimos años, la principal propuesta que ha surgido desde las autoridades municipales, y algunos dirigentes políticos de izquierda, va más por hostilizar y hacer más difícil la vida de quien usa transporte privado, que por mejorar el público.

Lo vemos en Montevideo, con permanentes discursos en contra de los coches, con aumento de las zonas de estacionamiento tarifado, una nula inversión en estacionamientos públicos, cuando no un aumento desproporcionado de las zonas donde se prohíbe estacionar.

También con una mirada que piensa que la forma de revivir áreas centrales de la capital, como es la Ciudad Vieja, es excluir a los vehículos privados.

El problema es que esas miradas, solo implican profundizar las políticas que nos llevaron a la situación actual. Es como doblar la apuesta, sin analizar a fondo por qué hasta ahora eso no funcionó. La tentación de muchos jerarcas ante este dilema, parece ser la de forzar a la gente a elegir el transporte público, mediante la limitación o directo hostigamiento al transporte privado.

Y la cosa debería ser al revés. El transporte público, sobre todo con el generoso financiamiento del contribuyente que recibe, debería “ganar” en la competencia al privado por calidad y precio. No por forzar a la gente a usarlo. Es más, si no fuera por la competencia que hoy ejerce el transporte privado, es probable que ni siquiera estuviéramos hablando de lo mal que funciona el público, porque la gente no tendría otra opción que usarlo.

De nuevo, acá no hay recetas mágicas. Pero a la hora de hacer esa reforma profunda que todos los expertos afirman que el sistema necesita, sería bueno no repetir los mismos errores, no pretender imponer soluciones en contra de la voluntad del usuario, y respetar la libertad de decisión de quien paga por todo esto.

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