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La hegemonía cultural

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Para analizar la situación política del país varios columnistas de esta página editorial se vienen refiriendo a una situación de hegemonía cultural que ha sido y es funcional al Frente Amplio.

De acuerdo a esta visión de las cosas, el peso electoral mayoritario de la izquierda no es solo atribuible al resultado de coyunturas electorales, ni tampoco es solo consecuencia de una mejor situación económica. El principal respaldo de ese apoyo electoral es la extensión por toda la sociedad de una hegemonía cultural de la izquierda.

¿Pero en qué consiste esa hegemonía cultural?

En primer lugar, la idea no refiere a una voluntad maligna única que, cual titiritero, estaría gobernando la cultura nacional en favor del Frente Amplio. Muchas veces se confunde la inteligencia de Antonio Gramsci con esta voluntad creadora que justificaría la existencia de una especie de gran plan maléfico organizado por la izquierda. Hay algo de infantil en esa mirada y mucho de complotista propio de la Guerra Fría.

En segundo lugar, esta hegemonía no impide que haya actores en el periodismo, en la academia o en la cultura en general, que expresen sus puntos de vista discordantes y no alineados con ella. No se trata de entender a esta hegemonía como algo totalitario que silencie voces diferentes. Su inteligencia está en extenderse sin necesidad de cercenar autoritariamente a los que opinan de otra forma.

En realidad, la hegemonía cultural es una forma de entender el mundo, de interpretar el devenir del país, de definir valores, creencias e ideologías que, todas ellas, van conformando el sentido común ciudadano y que, efectivamente, son funcionales al pensamiento y a la acción de izquierda. Se va conformando así, progresivamente, un universo simbólico social que va tomando ese cariz pro frenteamplista sin mayores dificultades. Atando con naturalidad esta matriz de percepciones e interpretaciones del mundo con la pertenencia cultural e identitaria hacia el Frente Amplio, se va consolidando esta hegemonía.

Un primer paso muy importante es la enseñanza de la historia y las ciencias sociales en escuelas y liceos.

Allí, generación tras generación y desde hace décadas, los futuros ciudadanos acceden a un relato de lo ocurrido en el siglo XX que ensalza la revolución cubana, o que nunca dice nada negativo de la experiencia soviética o del totalitarismo de Mao. Pero que sobre todo, siempre fija un mundo hecho de buenos y malos en el espacio político nacional. Se deja en claro que la izquierda ha sido la defensora de los intereses del pueblo, y que los partidos tradicionales no lo fueron. Para calibrarlo mejor, alcanza con ver cómo se presenta la vida política de los años sesenta. O alcanza con tomar consciencia de que en nuestras escuelas se canta "A Don José" de Rubén Lena, cuando esa fue la canción de campaña de balotaje de Mujica en 2009.

La extensión de esta hegemonía no silencia a quien piensa distinto. Simplemente, se lo ningunea sin remordimientos en el espacio cultural. Gente que escribe mal y que vende poco, obtiene respaldo estatal para publicar, siempre que sea de la barra de izquierda. Aquí, la cultura hegemónica recuerda siempre a Benedetti y a Galeano, pero se cumplieron 20 años en 2014 de la muerte del mayor escritor del siglo XX, Juan Carlos Onetti, único Premio Cervantes de literatura uruguayo, y casi nadie habló de él. ¿Será porque estuvo vinculado al Partido Colorado? Aquí, se presta espacio en radio y televisión para que los politólogos de izquierda analicen la realidad como si fueran objetivos, cuando son capaces de calificar los discursos de un candidato opositor como propios de Paulo Coelho, sin jamás decir en campaña nada similar contra Tabaré Vázquez y su estilo de predicador gringo. Y hay decenas de ejemplos de este tipo.

En este estado de la cultura, la hegemonía afín a la izquierda termina moldeando los temas prioritarios y sobre todo, define implícitamente la legitimidad de los actores políticos. Un blanco no tendrá sensibilidad social. Un frenteamplista siempre estará preocupado por mejorar la suerte del pueblo. Por ejemplo: plantear la asociación de Ancap con privados es detestable y neoliberal —administración Batlle—, pero asociarla con multinacionales es promover el desarrollo nacional —administración Mujica.

Esta hegemonía define el espacio desde el cual la ciudadanía escucha a los dirigentes de los partidos tradicionales. Es claro entonces que arrancan perdiendo. Sin una acción decidida en el campo de la cultura que enfrente este estado de cosas, seguirán perdiendo.

Editorial

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