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La violencia política

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Juan Pedro Arocena | Montevideo
@|Solemos escuchar que siempre existió, aún en nuestra democracia, y con frecuencia tal afirmación se convierte en la coartada de quienes parecería que la recuerdan con nostalgia. Se suele poner el ejemplo de nuestro siglo XIX, nuestra tierra purpúrea, esas cuchillas que bebieron la sangre que derramaron los próceres de la independencia y sus sucesores políticos, una vez aparecidas las divisas en 1836. Duele este paralelismo en la boca de eruditos profesores de historia. Nuestra independencia significó el retiro del poder imperial de la casa de Borbón en estas latitudes. Cuando la historia nos revela estos fenómenos, cuando se desmoronan las férreas estructuras de un poder imperial, los pueblos se ven necesariamente impelidos a sustituirlas en procesos que las más de las veces son duraderos y sangrientos. Las guerras civiles que sobrevienen suelen desatar la ferocidad y el odio entre compatriotas. Esa fue nuestra historia, desde la batalla de Carpintería el 19 de setiembre de 1836, hasta la paz de Aceguá, el 24 de setiembre de 1904.

A partir de allí nuestros partidos fundacionales tejieron una convivencia democrática y acordaron un funcionamiento electoral de formidable ecuanimidad y garantía. La violencia política ya no enfrentaría al pueblo sino a sus líderes, quienes en contadas ocasiones recurrirían al instituto del duelo. Una costumbre que fue perdiendo su crudeza y vigencia, felizmente hoy, ya derogada hace más de 30 años.

Avanzado ese proceso de consolidación democrática, irrumpe la insurrección sesentista, arrogándose igual jerarquía que la revolución independentista que había destronado virreyes primero y rechazado luego, los intentos de la restauración absolutista. Esta penosa ocurrencia pretendió ser una especie de segunda revolución, de matriz económico social, tan legítima como la primera que, como sabemos, fue de índole política, liberal, independentista, republicana y democrática. Y es en ese hito histórico que quedó reinstaurada la violencia, ya que al adversario político, contrario a esa segunda ola revolucionaria, se lo consideró enemigo y al convivir democrático se le declaró la guerra: “Y en esta guerra van a temblar, porque la pobrería no tiene otra cosa que perder en esta batalla que un hambre muy vieja, y ustedes, los ricos de siempre, van a dormir inquietos. Porque les vamos a entrar en sus mansiones y en sus despensas y en sus cajas fuertes. Ustedes han castigado al pueblo en las dos mejillas. No hay otra que poner. Ahora los humildes alzan su brazo armado.”, rezaba la declaratoria de guerra tupamara en la Proclama de Paysandú el 1º de enero de 1972.

Toda revolución violenta trae consigo la tragedia: enfrentamientos armados, muertes, ejecuciones sumarias, juicios ilegítimos, exilio, violaciones a los derechos humanos, víctimas inocentes. Pero la primera construyó la patria, instituyó la libertad y consolidó el estado de derecho. De la segunda sólo queda el aborrecible rastro de la violencia.

En Uruguay fue derrotada, pero en todo lugar donde triunfó destruyó todos los formidables avances que trajo consigo la primera; en su lugar, generalizó la pobreza e instaló tiranías.

Los herederos políticos de esta insania ya no matan ni ponen bombas, pero la estrategia confrontativa de estilo belicista, en la que está todo permitido, es la misma. Sólo ha cambiado el campo de batalla, que ahora es el electoral y en donde vencer al adversario no alcanza ya que se trata de eliminar a un enemigo. Por eso todo vale: el insulto procaz, la mentira sistemática, el lenguaje apocalíptico, el catastrofismo, la exageración desquiciada y la construcción de un relato impúdicamente falaz, propio del que se construye en todo enfrentamiento bélico, cuando por la razón del artillero, la verdad es siempre la primera baja.

En este año electoral, Uruguay no tiene por delante una mera alternancia de partidos en el poder. Elegiremos entre fortalecer la convivencia democrática o profundizar la grieta. Tendremos por delante libertad o estatismo, prosperidad o miseria.

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