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La hora de los políticos

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tomás linn
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Son varias las veces que distintos periodistas le preguntan a Luis Lacalle Pou o a Pablo Mieres, si piensan renunciar a sus bancas para dedicarse a la campaña.

Le preguntan a ellos porque de todos los candidatos, son los únicos que están en el Senado. La pregunta lleva implícita un mensaje moralista: “es que usted debería renunciar pues las dos tareas son incompatibles”.

Ambos candidatos se sienten incómodos al dar respuesta. Les molesta ser interpelados por ese asunto, tal vez porque no ven con claridad cuál es el dilema ni entienden por qué les corresponde renunciar.

En realidad lo que no corresponde es la pregunta. En una entrevista donde el espacio es tirano o el tiempo es limitado, es una pregunta perdida, sin sentido. Si son senadores y candidatos, no tienen por qué renunciar. No hay incompatibilidad entre ser legislador y hacer campaña. Postularse para cargos electivos es una de las tareas inherentes a ser legislador, ya sea para renovar su banca o para ser presidente.

La insistencia en esa pregunta podría reflejar una inconsciente actitud crítica al político por solo serlo. No necesariamente hay mala intención, pero sin duda se subestima la función y más en estos tiempos en que está de moda hacerlo.

También refleja poco conocimiento de cómo funciona la vida política en un Estado de Derecho: el representante es un político por excelencia y por lo tanto lo que hace en cuanto integrante de una cámara y la necesidad de estar en campaña, van siempre de la mano.

En los países parlamentarios de Europa lo normal es que quien quiera ser jefe de gobierno sea también diputado. El caso más notorio es el Reino Unido (el propulsor de esta forma de gobierno) donde en realidad los británicos no votan por un candidato a Primer Ministro sino que cada uno vota al diputado de su distrito. El jefe del partido ganador, que además ganó su banca, pasa entonces a ser el Primer Ministro. Por lo tanto, lo que importa es que presida su partido y que como miembro del Parlamento vuelva a ganar en su distrito, para recién entonces ser gobernante.

En Estados Unidos numerosos candidatos presidenciales fueron senadores y algunos ganaron la elección sin haber dejado el cargo. John Kennedy fue uno y Barack Obama fue otro. Obama renunció a su banca días después (no antes) de haber sido electo presidente.

Hubo, en los últimos años una creciente desconfianza hacia los políticos, producto quizás de la profunda decepción que el Frente Amplio generó en muchos de sus votantes. Si ellos entendían que sus dirigentes no estaban a la altura, ninguno más lo estaba. Esta actitud generó un perjudicial contagio, contaminó el debate político y le hizo daño a la democracia.

Sin embargo los partidos de oposición, duramente golpeados en sus respectivas internas luego de la derrota de 2004, dedicaron esos años a procesar su recomposición. Surgen ahora políticos diferentes, con formas nuevas de hacer su tarea, pero al fin y al cabo tan políticos como siempre.

Un caso notorio es el de Luis Lacalle Pou. No es de aquellos “caudillos civiles” de antaño. Pero mostró, en primer lugar, ser un notable estratega. Su forma de hacer campaña (muy diferente a la tradicional) le ha venido dando resultado.

También comenzó a desplegar un llamativo liderazgo. Su aplomo, su capacidad de no entrar en provocaciones, vengan de afuera o de adentro, así lo demuestran. Logró alinear a las diferentes corrientes nacionalistas detrás de un objetivo común.

No tiene el carisma popular de un José Mujica, otro político de raza. Aunque a diferencia de Lacalle, tampoco ejerce ese tipo de liderazgo. Será sagaz y pícaro, conocerá los secretos del juego y mucha gente lo quiere (aún pese a haber sido el peor presidente desde 1985), pero no conduce ni “marca agenda”, quizás porque nunca tuvo una.

Luis Lacalle tampoco tiene la exquisita formación de los líderes de la salida: Wilson Ferreira, Julio Sanguinetti, Luis Alberto Lacalle, Jorge Batlle o Líber Seregni. Es otro estilo, como es otro el estilo de Ernesto Talvi que si bien siempre estuvo cerca de la política, no fue parte de ella y ahora está embarcado en un curso acelerado, aprendiendo a veces a los golpes.

No es fácil aceptar los intrincados mecanismos que usan los políticos para moverse en ese complejo terreno que es gobernar y manejar cuotas de poder. Pero tampoco es sabio desconfiar de ellos porque al final son quienes mejor entienden aquello de negociar y transar cuando es oportuno y ser intransigente cuando así lo exigen los hechos.

Por eso las democracias alientan a que los gobernantes provengan de la política, que hayan debido negociar en la gestión de la cosa pública y pasado por los duros debates parlamentarios, donde se foguean en serio y entienden que ser senador y ser candidato son funciones compatibles.

Que los políticos hagan política es un aspecto inherente a la democracia. Y la democracia sigue siendo, pese a los escépticos, la mejor garantía para que cada ciudadano viva en libertad.

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