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Proceso penal mediático

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Hace doscientos años Simón Bolívar se quejaba de la importación a América de leyes de otros países que no eran acordes a nuestra realidad.

Afirmaba que los códigos consultados por nuestros gobernantes no eran aquellos que podían enseñarles el arte práctico de gobernar sino que fueron ideados por algunos visionarios benévolos que, dando forma en su imaginación a repúblicas fantásticas, han tratado de alcanzar la perfección política. De este modo nos dieron filósofos por mandatarios, filantropía por legislación, dialéctica por táctica y sofistas por soldados.

Es lo que sucedió con algunas reformas que tuvieron lugar en nuestro país. Por ejemplo, el Código del Proceso Penal aprobado en 2014.

En el anterior el juez investigaba, recopilaba la prueba, procesaba y luego dictaba la sentencia definitiva. En los hechos y el imaginario popular el acto de procesamiento era una condena.

Rara vez el juez que procesaba no condenaba. Él había recopilado las pruebas, hecho la investigación, dictado el procesamiento y, la mayoría de las veces, ordenado la prisión del investigado.

Ese proceso tuvo muchas críticas. Se decía, con implacable lógica, que afectaba los derechos del acusado.

Otra de las críticas era que la mayoría de los procesados estaba en prisión sin condena definitiva, la que demoraba mucho. También el poco tiempo que tenían los defensores para acceder a la prueba y defender a su cliente antes del acto de procesamiento. Los fiscales tenían un papel secundario.

Esto le valió a nuestro sistema jurídico críticas de organismos internacionales.

La solución fue el nuevo proceso penal aprobado en 2014 que entró en vigencia en 2018. El mismo trajo cambios profundos. Pasó las funciones de investigación, producción de prueba, etcétera a la Fiscalía.

La solución parecía buena. El fiscal, con la Policía, investiga, recopila pruebas, arma una carpeta investigativa y notifica al acusado. El fiscal pide la imputación y acusa ante el juez. Este, en forma imparcial, escucha a ambas partes antes de tomar una decisión. Además el acusado espera el resultado del juicio en libertad salvo que exista peligrosidad, riesgo de fuga o entorpecimiento.

Un proceso garantista que otorga posibilidades de defensa.

Al aprobarse se estableció un plazo para que empezara a regir. Plazo que se prorrogó varias veces porque las fiscalías no estaban prontas y había que realizar una gran inversión.

El problema era que no existían suficientes recursos ni en la Fiscalía ni en los Juzgados para el nuevo proceso. El anterior, con todas sus falencias, era más expeditivo. El nuevo demandaba una atención y horas de trabajo imposibles de enfrentar en los miles de juicios penales.

Por lo que se propusieron soluciones como la posibilidad de realizar acuerdos, procesos abreviados e instrucciones a los fiscales.

En su momento nos opusimos a esto.

No parecía sensato que si la ley establece un delito, el fiscal de Corte instruya a los subalternos que el mismo, por su entidad, no se persiga. Dos motivos poderosos salían al paso. El primero es que no corresponde a la Fiscalía decidir si un delito debe perseguirse o no. Si entiende que no, debe solicitar que se derogue la ley que lo estableció. Había una delegación inconstitucional de facultades del Parlamento.

Lo que era cierto es que si todos los delitos iban a juicio penal el sistema colapsaría.

Por lo que en los hechos la Fiscalía comenzó a echar mano a los acuerdos.

Se informa al acusado y a su defensor de la posible imputación, de la pena que se solicitará y se le ofrece un acuerdo que incluye condiciones beneficiosas como condenas más bajas, prisión domiciliaria, trabajos comunitarios, resarcimientos y otras cosas.

Eso tuvo consecuencias no deseadas.

La actuación del juez procesando, del proceso anterior, fue sustituida en los hechos por una negociación más propia de un regateo comercial que de Justicia. El riesgo de una condena por muchos años termina influyendo para aceptar una responsabilidad y menor pena.

De Justicia tiene poco.

Ante el riesgo de ser condenado la recomendación de los abogados muchas veces es aceptar responsabilidad. Nadie, por más buen abogado que sea, puede asegurar que no existirá riesgo.

Por otro lado se mediatizó el proceso. Antes, en la tranquilidad de los despachos de los jueces y el secreto del presumario, hablaban la prueba y los argumentos legales.

Hoy asistimos a una mediatización donde abogados defensores y fiscales declaran ante las cámaras al entrar y salir a las audiencias y los contenidos de estas trascienden enseguida.

Las redes sociales hacen de caja de resonancia y todos juzgamos lo sucedido, criticando y tomando partido por uno u otro.

Quizás hubiera sido más acertado mejorar el anterior Código. No importar una institución benévola de otras repúblicas que no solo está transformando, como decía Bolívar, a gobernantes en filósofos y legisladores en filántropos, sino a fiscales en actores mediáticos de la televisión y a la Justicia en una negociación.

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