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El último espía

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La mayor filtración de documentos secretos de Estados Unidos ha vuelto a los titulares de la prensa: el 14 de abril The Guardian y The Washington Post recibieron el premio Pulitzer en la categoría de servicio público por sus informaciones sobre las revelaciones del ex analista de la CIA Edward Snowden.

La mayor filtración de documentos secretos de Estados Unidos ha vuelto a los titulares de la prensa: el 14 de abril The Guardian y The Washington Post recibieron el premio Pulitzer en la categoría de servicio público por sus informaciones sobre las revelaciones del ex analista de la CIA Edward Snowden.

Ese mismo día, una corte marcial ratificó la condena de 35 años de prisión para el soldado Bradley Manning, declarado culpable de espionaje y fraude por la filtración de unos 700.000 documentos confidenciales a WikiLeaks. Mejor suerte tuvo Snowden: encontró la protección de otro ex agente: Vladimir Putin.

Vistos los hechos en perspectiva histórica se repiten varios patrones y problemas en las grandes agencias estadounidenses de inteligencia: En primer lugar, el dilema entre inteligencia, espionaje y legalidad; luego, los motivos que llevan a ciertos individuos a cumplir la función de topos en el sistema y por último la vulnerabilidad de la CIA y el FBI que suelen parecerse más al mundo de Maxwell Smart, el agente 86, que al de James Bond.

“EE UU puede ser visto como un niño poderoso físicamente pero mentalmente retrasado”, escribió Robert Hanssen, que tenía por qué saberlo. Hanssen nació en Chicago en 1944. Su padre y su abuelo habían sido policías, pero no parecen haber sido un buen ejemplo: eran notoriamente corruptos.

Deambuló por los estudios de química, odontología, idiomas –incluso el ruso—hasta que obtuvo un master en Administración de Empresas; con él ingresó a la policía de Chicago como oficial de escritorio. En 1968 se casó con Bernadette Wauck, a instancias de quien se convirtió fervorosamente al catolicismo; nunca dejó de asistir diariamente a la misa de las 6:30 de la mañana. Paradójicamente sufría de algunas peculiaridades sexuales, tales como filmar secretamente las relaciones con su esposa y compartirlas con un viejo amigo. Ignoramos si exponía tales conductas ante su confesor, como sí lo haría luego con otros de sus secretos.

El 12 de enero de 1976 ingresó al FBI. Hanssen tenía una destreza adicional: era un apasionado de las computadoras en una época en que eran novedad y particularmente dentro del FBI, que durante muchos años se mantuvo atrasado en ese campo. Sus competencias se hicieron notorias, pero el menosprecio de sus colegas por esas novelerías y su carácter osco y difícil no le ganaron amigos. En 1979 le encargaron la creación de una base de datos sobre la inteligencia soviética en Contrainteligencia, a esa altura una oficina en decadencia a la que todo el mundo le escapaba y cuyos miembros tenían escasa formación en el oficio del espionaje.

En noviembre de ese año, Hanssen convocó a su destino. Se presentó personalmente en la oficinas de la Amtorg, la representación comercial soviética, que servia, desde hacia seis décadas, como tapadera al espionaje y ofreció entregar secretos a la URSS si le ofrecían buen dinero. Fue bueno, sin lugar a dudas: 1,4 millones de dólares, entre dinero en efectivo y diamantes a lo largo de los siguientes veintidós años, aunque nunca hizo ostentación ni despilfarro: ahorraba para un buen retiro y una buena educación para sus seis hijos.

En 1981, su esposa lo sorprendió en el sótano de su casa con documentos confidenciales, Hanssen le confesó el origen de sus ingresos y lo repitió frente a su confesor. El sacerdote le habría recomendando enmendarse y entregar sus ganancias mal habidas a obras de caridad. Se ignora si cumplió la promesa. En todo caso es cierto que detuvo sus actividades hasta 1985.

Para ese entonces trabajaba la “unidad analítica soviética” y entregó los nombres de tres importantes agentes soviéticos que trabajaban para el FBI. Cuando estos fueron detenidos y fusilados, Hanssen fue uno de los encargados de buscar al delator, lo que le permitió cubrir sus huellas y entregar nuevas listas a la KGB.

Entonces, crecientemente confiado en su impunidad, bajó las defensas. En 1990, su cuñada, casada con otro agente del FBI, Mark Wauck, vio una gran pila de dinero en efectivo en la cómoda del dormitorio de los Hanssen. Wauck comunicó sus sospechas, pero no hubo investigación alguna.

La conducta de Hanssen era cada vez más descuidada: se involucró con una stripper, la cubrió de regalos y viajó con ella. En el trabajo tuvo conductas agresivas con compañeros, recibió advertencias y quedó claro que su carrera estaba estancada.

El colapso de su cliente, en 1991, seguramente influía en su ánimo. Al cabo de algunos años se rehizo: a partir de 1999 comenzó a pasar información al SVR (el sucesor ruso de la KGB) y la suerte seguía de su lado. En 1994 cayó un topo, el agente de la CIA Aldrich Ames, y el caso de Poliakov y los otros agentes parecía cerrado.

En 1997 cayó otro topo, el agente del FBI Edwin Earl Pitts. En sus negociaciones con la fiscalía para reducir su pena mencionó a Hanssen entre los posibles sospechosos. Por esos mismos días el personal del servicio técnico de computación descubrió un “password breaker” (rompedor de claves), en manos de Hanssen, pero éste arregló el asunto con una simple justificación técnica.

Robert Hanssen por fin cayó en febrero de 2001, al costo de siete millones de dólares. Un empresario ruso y ex agente del KGB le vendió al FBI un enorme archivo. Entre los materiales había cintas grabadas en las que se reconoció su voz. Recién entonces lo sometieron a vigilancia. Hanssen operaba al viejo estilo: entregaba el material y lo cobraba en paquetes de basura que escondía en un parque público, según una marca convenida: una cinta adhesiva blanca hacia arriba o hacia abajo. Lo arrestaron in fraganti y cumple una pena de cadena perpetua, en un régimen de aislamiento total durante 23 horas al día, sin la posibilidad de aspirar a una eventual libertad condicional.

David Major, uno de sus superiores en el FBI sostuvo que Hanssen era “diabólicamente brillante”. También cabe la posibilidad de que sus colegas fueran “angelicalmente incompetentes”. Otro principal del FBI, William Webster dijo que sus actividades han sido “posiblemente el peor desastre de inteligencia en la historia de los EE.UU. […] Un diluvio de quinientos años.” Pero no era el primero ni sería el último.

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Luciano Álvarez

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