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Los darwinismos

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Leonardo Guzmán

El 27 de diciembre de 1831 -hace 180 años- Charles Darwin iniciaba el viaje alrededor del mundo que iba a generar su teoría de la evolución de las especies por supervivencia de los ejemplares más aptos. Salió de Inglaterra por un año. Volvió a los cinco.

Cuando se embarcó en el Beagle, con apenas 22 años, había abandonado sus estudios de medicina y tenía más curiosidad que títulos. Carecía de postgrados y no acumulaba diplomas de congresos ni jornadas. Para la ciencia tenía lo fundamental: quería comprender. Y así salió a indagar sobre geología, mineralogía y todo lo que entonces se llamaba historia natural.

Recorrió América entre asombros. Se detuvo en el pequeño bivalvo, en la caparazón del gliptodonte, en los hielos de la Patagonia y en los quelonios galápagos ecuatoriales. Valoró las costumbres según los climas. Sin título, fue antropólogo, sociólogo, psicólogo y soñador. Intuyó uniformidades, simetrías y correspondencias de las que fue infiriendo leyes. Su trabajo fue un modelo anticipado de la enseñanza que Bachelard iba a impartir un siglo después: una mirada activa y persistente obtiene siempre nuevas respuestas. Un modelo, sí, valioso para la época actual, donde el pensar se esclerosa y el crear se achica a fuerza de corte y pegue.

Darwin estableció las bases científicas para una visión unificada de la vida. Con él, la biología dio uno de los saltos más importantes de su historia. Cuando empezó la travesía, hacía 5 años que Comte publicaba su Curso de Filosofía Positiva; hacía un año y medio que el Uruguay había jurado la Constitución; faltaban casi 30 años para que el propio Darwin madurase las descripciones de su Diario de Viaje y, manejando por vías propias la idea evolucionista de Lamarck, publicase uno de los libros científicos con más repercusión en las calles: El origen de las especies mediante la selección natural o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida.

Su ideario emparentó el origen del hombre con todas las especies zoológicas. A finales del siglo XIX y principios del XX, su concepto de la evolución apareció inconciliable con la creación divina, a tal punto que el darwinismo fue sinónimo de ateísmo hasta que algunas concepciones globales -notablemente el transformismo de Teilhard de Chardin- hicieron compatible a la evolución con la idea de Dios.

Después todo cambió. Desde los años 60, se llamó darwinistas no a los evolucionistas sino a cultores del "todo vale" y adoradores de "el pez grande se come al chico". En medios supuestamente refinados, el darwinismo pasó a usarse como pretexto light para justificar agresividades y amoralidades y para endiosar apetitos e instintos, viendo en el hombre solo lo animal. A la vista de la clase de convivencia que generan esos cultores de la brutalidad, tal género de darwinismo hoy está eclipsándose.

Pero por encima de las exageraciones, Darwin tendrá siempre un lugar en la historia del pensamiento porque sus trabajos cambiaron nuestra mirada sobre la Naturaleza y porque siempre será ejemplar la actitud del muchacho que, con poco más de 20 años, se embarcó para y en pensar por cuenta propia.

Simplificándolo, se repitió que el hombre desciende DEL mono.

Pero leyendo las crónicas policiales de estos tiempos, sentimos que el hombre -asaltando con pasta base o usando el automóvil como arma- está descendiendo AL mono.

Y, peor aun, se está convirtiendo en lobo del hombre, como sintió Thomas Hobbes dos siglos largos antes que su compatriota Darwin.

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