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La otra orilla

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Hace tiempo que no escribo estas columnas (“Desde La otra Orilla” en su primera época) enfocada durante años en el siempre efervescente acontecer argentino, tras circunscribirme a los editoriales. Lo que se entiende como “opinión del diario” y por lo tanto van sin firma (salvo las excepciones durante el gobierno militar) desde su fundación, hace nada menos que 105 años. Creo que lo que más influyó en ese parate fue una especie de desilusión. Una sensación de hartazgo con el devenir de la política en Argentina (¿la casta?) y todo lo que la rodea.

Se trata de un país lleno de recursos naturales de la más variada gama y un potencial humano destacable, capaz de ofrecer al mundo desde varios Premios Nobel hasta enriquecer el arte y la cultura con creadores de fuste. Con sectores productivos de primera, como por ejemplo el agropecuario. Recordemos el impulso que le dio al campo uruguayo la llegada de los argentinos expulsados por las pésimas medidas kirchneristas.

Una nación con gente capaz y talentosa en las más diversas áreas, que a la vez cuenta con una naturaleza extraordinaria. Muy rica y variada pero donde a pesar de esas grandes ventajas, sus habitantes han debido adaptarse para sobrevivir en un sube y baja estilo montaña rusa. Entre las devaluaciones, los corralitos, las confiscaciones, los defaults, las elevadas inflaciones llegando en ciertos momentos a límites demenciales, (hiperinflación incluida), prácticamente sin moneda, cargados de impuestos, (quiénes los pagan…) regulaciones, subsidios absurdos, retenciones, escaseces y el aumento continuo de una pobreza que hoy supera el 40% de la población. Mientras en sentido contrario, ha descendido en forma persistente la calidad y el alcance de la educación pública.

Aquella por la que tanto bregara la dupla de los presidentes Sarmiento y Avellaneda después de la Constitución de 1853, llegando Argentina a ser uno de los primeros países alfabetizados de Latinoamérica, sino del mundo.

No obstante, en vez de consolidarse en la potencia que fue en el siglo XIX, esta nación que fue de las más prósperas del mundo en ingreso per capita y con una creciente clase media, lleva décadas entre estancamiento y declive económico, sin sacar la cabeza del pozo. Y lo más grave es la impresión de que nuestros queridos vecinos han sucumbido dentro de un sistema donde campea la falta de valores al mismo tiempo que el virus de la corrupción se ha enquistado desde el más alto nivel para abajo, hasta volverse parte de su idiosincrasia y también, por qué no, de su fracaso.

Sin embargo, los resultados de las recientes elecciones dan la sensación de que una mayoría de los ciudadanos argentinos dijeron basta. Atrás quedó la resignación ante ese “mantra” que les ha hecho creer que solo el peronismo puede gobernar aunque las calamidades recién descritas se deban a esas nefastas administraciones. A pesar de esto el kirchnerismo triunfó, -raspando- en la importante provincia de Buenos Aires. Pero han sido más los votantes que han salido de la hipnosis en la que estuvieron sumergidos durante demasiado tiempo. Y en una muestra de rebelión cívica inesperada, eligieron a un candidato insólito. Defensor de las ideas liberales, ferviente admirador de los pensadores de la escuela austríaca como Hayeck y von Misses, quien a diferencia de lo que suele suceder con los políticos (no todos), eludió el camino fácil de prometer el oro y el moro como lo hizo su adversario Massa. El cual, capaz que afectado por alguna fulminante amnesia, prometía lo que nunca se hizo en el gobierno del cual era parte.

Por una amplia y llamativa mayoría, los electores le dieron su voto a uno que hablaba en contra del statu quo, defenestraba a los encaramados en el poder y con un discurso despojado del almíbar típico con el que se busca atraer voluntades, proponía medidas de ajuste y machacaba con el famoso “no hay plata”. Junto al propósito de que Argentina vuelva a ser una gran nación. Si bien para lograrlo es obligado el esfuerzo y el sacrificio. Una de sus frases en la escalinata del Congreso resume muy bien su discurso de campaña. “Prefiero la verdad incómoda que la mentira confortable”.

El problema está en que para alcanzar esa meta se necesita tiempo y que las personas que lo eligieron lo entiendan. Que la impaciencia no se imponga cuando se den cuenta de que la situación tarda en mejorar no es tarea fácil. Pero si se trata de un sacrificio útil y así lo incorpora su electorado, Javier Milei podrá cumplir con el mandato que le fue conferido por sus compatriotas y se afirma la esperanza de un horizonte promisorio. Los dados están echados. Aun cuando el tablero, tal cual se lo han dejado los anteriores jugadores, es endiablado.

El propio presidente, reconocido por su verba iracunda y su intransigencia respecto de las equivocadas políticas y los vicios de los gobiernos kirchneristas, ha mostrado no ser reacio al pragmatismo. Para empezar, sabe bien que a pesar del enorme caudal de votos obtenidos, es otro el panorama en el Congreso. No dispone de una gran bancada que lo apoye ni de tantas personas en sus cuadros, como para no integrar a su equipo personal de otras tiendas. Y si bien ya se han tomado me-didas en concordancia con sus criterios de austeri- dad, como el inmediato recorte de ministerios y secretarías, en otros temas complejos que fueron caballito de batalla de sus propuestas; cerrar el Banco Central o la dolarización, se percibe una buena dosis de prudencia, para desenredar la densa tela de araña que todo lo envuelve.

“Time will tell”, como dicen los ingleses.

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