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La libertad como alerta

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Los esperpentos se encaramaron en las noticias de la última semana.

El primero: la caricatura de una mujer con rasgos centroeuropeos, con la estrella de David en la frente, dientes de Drácula y una lanza atravesándole la cabeza.

Lo estrafalario no fue solo la figura sino, además, el contexto: en una marcha en defensa de los derechos de la mujer, se agravió a la femineidad judía y se defendió la causa palestina, religiosamente enmaridada con el destrato, la humillación y hasta la muerte de la mujer por lapidación -linchamiento a pedradas.

El Comité Central Israelita resolvió denunciar el adefesio como una expresión de racismo. La Institución Nacional de Derechos Humanos deploró la brutalidad. Y, a la vez, lo repudiaron múltiples organizaciones junto a ciudadanos de todos los partidos y creencias.

El artículo 149 bis del Código Penal establece: “El que públicamente, o mediante cualquier medio apto para su difusión pública, incitare al odio, al desprecio, o a cualquier forma de violencia moral o física contra una o más personas en razón del color de su piel, su raza, religión, origen nacional o étnico o su orientación sexual o identidad sexual, será castigado con tres a dieciocho meses de prisión.”

Esa norma se promulgó en 1989 con la firma de Julio María Sanguinetti, Presidente de la República y de Adela Reta, Ministra de Educación y Cultura. Como delito que es, debe ser investigado y castigado sin contemplaciones.

No vale como excusa el conflicto que desató la invasión terrorista de Hamas a Israel, ni debe nublarnos el juicio la prolongación de los horrores que ocurren en la franja de Gaza.

Ningún dolor por las bestialidades de una guerra nos autoriza a odiar genéricamente a una nación entera, máxime cuando dentro de esa misma nación hay muchos que claman y reclaman por la paz -que es precisamente lo que está sucediendo en Israel.

El segundo esperpento es la denuncia retrospectiva contra el precandidato Yamandú Orsi. La forma en que irrumpió la acusación, la antigüedad de los hechos endilgados justo en los pródromos de las elecciones internas forman un rosario de coincidencias que trasparentan la intención de corromper -léase pudrir- nuestras costumbres electorales, importando métodos mafiosos.

Ante esta clase de atropellos debemos revivir las grandes lecciones que la vida le impartió a los pueblos del mundo.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial se alzaban las Naciones Unidas -“unidas en la guerra, en la victoria y en la paz”, se prometía- la expansión de la economía sin techo -más heladeras y automóviles “para un mundo mejor”- y se vislumbraba la protección internacional de los derechos humanos. En ese contexto era natural y grato convencerse de que la libertad estaba llamada a universalizarse y a ser imperecedera. Lo creyó así el Uruguay de los años 50 y aun 60. La guerrilla tupamara y la dictadura que la subsiguió nos enseñaron que la libertad política y la libertad personal exigen la lucha nuestra de cada día.

Por lo cual, su primer requisito es ejercer, lúcidos, la vigilancia de nosotros mismos para protegernos tanto de ataques externos como de indiferencias o perezas frente a episodios execrables, indignos de lo que queremos ser como personas y como pueblo.

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