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La crónica roja

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La seguridad se ha constituido en angustia nacional, pero hay quienes prefieren ahogarla y acallarla.

La seguridad se ha constituido en angustia nacional, pero hay quienes prefieren ahogarla y acallarla.

En el intento de ponerle sordina al clamor público contra la acción de ladrones, rapiñadores y homicidas, se ha llegado al extremo de afirmar que “la crónica policial ideal no debería tener una sección policial que llenar todos los días”, porque eso obliga a ocupar espacio con hechos que no merecen ser noticia. Risible: porque nadie inventa los robos, los asaltos ni los crímenes, que nacen del sufrimiento y la sangre de las víctimas y no de la imaginación calenturienta del redactor. Inadmisible: porque en los casos más sonados –desde Paulette Alberzoni, 1956, a Natalia Martínez, 2007-, la actitud inquisidora del periodismo fue un ariete que impulsó la investigación. ¿O se cree que los hechos se aclararían mejor si nadie les estuviera libremente encima, reclamando luz?

También se ha argumentado que “hasta los 90 en Uruguay no había una página de policiales en los diarios…”. Falso: los diarios siempre tuvieron crónica policial, con un encargado y más de un colaborador. Su especialización no la adquirían entre estudios sociológicos ni la fundaban en dogmas ideológicos sino en su capacidad para pegarse al cuerpo la sensibilidad ciudadana y en su aptitud –su aguante- para recorrer boliches en busca de datos logrados a última hora junto al estaño.

Allá por los 60, Antonio García Pintos, cronista policial de El Día, y Luis Schiappapietra, comentarista de fútbol y funcionario de la Suprema Corte, fundaron Al Rojo Vivo, una revista sólo policial, editada en sepia al igual que su inspiradora, Así de Buenos Aires, de donde surgió Crónica como diario y televisora. Allá por los 70 y pico, los cronistas policiales empezaron a conseguir información de los entonces Jueces de Instrucción. Pero mucho antes, en 1936, Wimpi publicó su primer libro, “La mejor crónica policial del mundo”, prefigurando al escritor que años después iba a entrar de lleno en el alma de la gente. ¿Habría usado ese título si la página policial no hubiera sido permanente en El Imparcial, donde el humorista-filósofo hacía sus primeras armas antes de pasar a la Carve y El País?

Se ha llegado a decir que, “algo que pasa todos los días no es noticia” y se ha argumentado que cuando se viaja a “algunos países donde la vida no vale nada, como en México, la gente no se siente ni por asomo igual que aquí”. Absurdo: si nos acostumbramos a resignarnos a lo que “pasa todos los días” y tomamos como referente a un desangrado país “donde la vida no vale nada”, lo que hacemos es bajar la guardia y convertirnos en coautores del descenso colectivo de la sensibilidad. El crimen no se justifica por la habitualidad ni se legitima por los consensos de silencio que les provean las sensibilidades anestesiadas.

Seamos claros: es bastante frecuente que haya crónicas policiales exageradas, que distorsionan y deforman la realidad que nos consta a quienes tenemos acceso a los expedientes. Eso nos ha dolido antes y en estos días.

Pero no se arregla echando sombras sobre la función moralizadora y condenatoria de los informadores que no se dejan esterilizar por la manía de mirar el destino de los prójimos como meros “fenómenos sociales”. Y no se refugian en la indiferencia de quien mira al microscopio la reproducción de un cangrejo –valga la imagen retadora del más grande de los Aréchaga-, porque sienten que en cada delito se atropella lo esencial de la persona.

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Leonardo Guzmán

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