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Falta de coraje

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El espectáculo de decenas de ciudadanos cubanos protestando frente a la puerta de la antigua cochera del Palacio Santos, la sede del Ministerio de Relaciones Exteriores, es preocupante.

Por una parte, es comprensible la preocupación de esas personas angustiados por la demora en obtener la constancia que les permita acceder a la cédula de identidad.

Un requisito esencial para regularizar su situación y obtener las constancias que les permitan trabajar en lo que, esperamos, será su nuevo hogar. Por otra, ese episodio es un inquietante síntoma del notable aumento del número de inmigrantes llegados a nuestro país en los últimos años.

En las últimas décadas el Uruguay ha sido predominantemente un país de emigración. El estudio “Perfil migratorio del Uruguay” elaborado por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) Uruguay concluye que en el período 1963-2004 emigraron en torno de 600.000 personas, “es decir el 18 % de la población en 2006”.

Esta tendencia continúa en la actualidad. Hace unas semanas El País informó que desde el año 2005 cerca de 90.000 uruguayos habían partido del aeropuerto de Carrasco para no volver (El País, 23 de septiembre).

Esos números solo describen un sector del problema.

Los aspectos cualitativos de la emigración son aún más importantes. La emigración se concentra en determinados grupos de la población de nuestro país. Generalmente se trata de personas relativamente jóvenes, más capacitadas y con una mayor iniciativa. Cualidades esenciales para el desarrollo económico y social de nuestra sociedad.

En los últimos años ha aumentado la inmigración, principalmente desde otros países latinoamericanos. Pero las sociedades no son el resultado de simples sumas y restas demográficas.

No alcanza con comparar la cantidad de los que se fueron con la de los que inmigraron. Esta operación ignora el hecho fundamental de que los que emigraron han sido en su mayoría uruguayos de primera generación o, cada vez más, de varias generaciones. Y su partida es una pérdida de cantidad de personas y de cultura, tradiciones y valores compartidos. En cambio los que llegan son extranjeros.

El primer deber de cualquier sociedad es cuidar a los suyos.

La emigración, escribió César Aguiar, es el resultado de la combinatoria de fuerzas de atracción y de expulsión. Poco podemos hacer para mitigar las primeras. En cambio, deberíamos ser capaces de remediar las fuerzas de expulsión en el seno de nuestra sociedad.

Los datos sobre emigración de nuestro país demuestran la persistencia y predominio, durante décadas, de un conjunto de fuerzas que empujan a emigrar a sectores importantes de nuestra sociedad.

El sentido común (que en el caso uruguayo es el menos común de los sentidos) parecería aconsejar que la forma constructiva para responder al desafío de la emigración es neutralizar las fuerzas que han expulsado y que continúan expulsando a una proporción tan importante de nuestros compatriotas.

El elemento esencial de un país es su gente y las cualidades de esa gente. Algún día juntaremos el coraje para reconocer los motivos por los cuales, por décadas y como resultado de un proceso de toma de decisiones consciente o inconsciente, no hemos sido capaces de crear las condiciones necesarias para impedir esa terrible sangría.

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