Intelectuales y tiranos

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En un libro que tiene ya más de veinte años (“Pensadores temerarios - Los intelectuales en la política”), Mark Lilla se pregunta cómo explicamos la existencia de coros pro-dictatoriales en aquellos países delmundo en los que los intelectuales son libres y no corren ningún peligro.

Lilla propone tres explicaciones. La de Isaiah Berlin dice que los filósofos de la Ilustración son los responsables de la teoría y la práctica de la tiranía moderna. Sostiene que el rechazo a la diversidad y al pluralismo se alimentó de una de las más importantes corrientes de la tradición intelectual occidental, que es la que comienza con Platón, pasa por la Ilustración y da sus frutos políticos en los totalitarismos del siglo XX.

Ella cree que todos los interrogantes morales y políticos tienen una sola respuesta verdadera, y que esa respuesta es accesible a través de la razón: a partir de allí, con el convencimiento propio del dogmático, es que se defienden los gulags y los campos de exterminio.

La segunda explicación se apoya más en el impulso religioso que en los conceptos filosóficos; más en la fuerza de lo irracional que en las pretensiones excesivas de la razón.

En efecto, luego de la Segunda Guerra Mundial, los historiadores occidentales prestaron mucha atención al irracionalismo religioso, quizá porque percibían un vínculo entre la teoría y la práctica de las tiranías modernas y las del misticismo, el mesianismo, el milenarismo y, en general, el pensamiento apocalíptico.

De hecho, cierta inspiración tiránica parecía guiada por el deseo antiguo e irracional de acelerar la llegada del reino de Dios al mundo profano.

En este enfoque Lilla destaca al historiador Jacob Talmon, que sostuvo que el rasgo distintivo del pensamiento político europeo entre los siglos XVIII y XIX no fue el racionalismo, que podría haberse orientado en una dirección más liberal, sino nuevas esperanzas mesiánicas que marcaron a las modernas ideas democráticas.

En el frenesí posterior a la revolución francesa, la razón dejó de ser razonable y la democracia se convirtió en un sucedáneo de la religión: fue allí, en ese sucedáneo, que el hombre moderno volcó su tradicional fe en el más allá.

Así las cosas, solo si pensamos el ideal democrático moderno en términos religiosos comprenderemos porqué hubo ese auge intelectual filo- tirano tan propio del siglo XX (y que luego prosiguió en el siglo XXI).

La tercera explicación de Mark Lilla es que los intelectuales filo-tiranos se caracterizan por la falta de autoconocimiento y de humildad.

Las ideologías del siglo XX se sirvieron de la vanidad y de la ambición de ciertos intelectuales, pero también apelaron, de manera astuta y deshonesta, al sentido de justicia y de odio del despotismo que nace del hecho mismo de ejercer el pensamiento.

Sin prudencia ni parsimonia, ese pensamiento se convirtió en una hybris intelectual para la que las apelaciones a la moderación y al escepticismo esconden, en realidad, cobardía y debilidad.

Estas reflexiones de Lilla vienen muy bien en un país en el que se valoran positivamente las interpretaciones históricas del estalinista Hobsbawm, y en el que muchos creen, por ejemplo, que Arismendi, Galeano, Benedetti o Trías dejaron una obra intelectual respetable.

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