Me consta que es una palabrita que, ya desde el título, puede espantar lectores. Pero vuelvo sobre el tema porque el debate sobre la legalización de la eutanasia sigue, y en estas mismas páginas he leído encendidas defensas de la propuesta.
No abundaré en la confrontación de argumentos concretos, así que hagámoslo lo más rápido que sea posible. Cuando dicen que ayudar a una persona a suicidarse es un acto de piedad, para no extender el sufrimiento insoportable por una enfermedad terminal, no tienen en cuenta que para eso está la sedación paliativa: la ciencia médica hoy tiene recursos de sobra para que la persona sufriente calme su dolor hasta que el fin llegue naturalmente, aunque esto resulte algo más oneroso para el sistema de salud, en comparación con aplicar al paciente una inyección letal y listo.
Cuando dicen que es noble que pidamos la muerte para no resultar una carga para nuestros seres queridos, me pregunto si no existe algo en nuestros hijos y nietos que se llama amor compasivo; si no tenemos derecho a molestarlos cuando los necesitemos, como ellos nos complicaron un poco la vida en la época en que teníamos que cambiarles los pañales y darles de comer en la boca. Cada vez que he escrito sobre estas cosas, que me parecen obvias, he recibido muy airadas respuestas de algunos lectores, por el lado de “vos no sabés lo que significa ver sufrir a un ser querido”. Así que me adelanto a contestarles: sí, lo sé. Viví en carne propia una larga agonía por cáncer de mi madre (mi querido hermano Daniel convivía con ella y asumió heroicamente la parte más sacrificada de la asistencia) y jamás se nos ocurrió ni a él ni a mí apurar su muerte como se sacrifica a un animal. Falleció sedada, fuera de ámbito. Lo mismo puedo decir de Vilma, la abuela de mis hijas más chicas, cuidada por mi querida exesposa Adriana, con un amor y una abnegación supremas, hasta que la sedación concluyó con la muerte. ¿Daniel y Adriana son masoquistas? No. Son personas de buen corazón y agradecidas, que se sacrificaron por sus madres, como haríamos cualquiera de nosotros por nuestros hijos en una circunstancia similar. Porque justamente lo que nos hace humanos es nuestra capacidad de negarnos a sacar del camino a patadas al que se cae y nos interrumpe el paso. Somos humanos porque nos detenemos para ayudarlo a levantarse y sostenerlo.
Ahora voy adonde quería llegar con esta nota, que no pretende sumarse al debate sobre la eutanasia sino expresar un sentimiento personal. Dejen de hablar de muerte digna. No hay dignidad en la decisión de suicidarse y pedir ayuda para lograrlo. Lo único que hay en eso es dolor, un dolor que puede y debe aliviarse con recursos paliativos, en lugar de valorizarlo más que a la propia vida.
No digo esto desde ningún prejuicio religioso. Soy agnóstico hasta la médula, como buen hijo del Uruguay batllista. Soy tan visceralmente antidogmático, que carezco en forma absoluta de esa autosugestión optimista que llaman “fe”. Estoy casi seguro de que no hay nada del otro lado. Nada. Como dormir profundo, sin soñar ni despertarse nunca más. Por eso siento que, mientras estamos de este lado, debemos aprovechar cada segundo y exprimir hasta la última gota de este fruto dulce y brevísimo que es la vida.
Si el proyecto aberrante que pretende legalizar el suicidio -justo en el país donde este flagelo alcanza un vergonzante récord mundial- tiene éxito, aprovecho este pequeño ejercicio confesional para dar ideas a mis hijos y nietas, en el supuesto caso de que algún día me toque a mí una agonía dolorosa. Les adelanto qué pueden hacer, además de sedarme, para ayudarme a transitar mis últimos días: mostrarme fotos y videos de cuando ellos eran chicos y de todos los momentos de felicidad que compartimos, ponerme en una pantalla escenas inolvidables del cine que tanto amo: el final de Tiempos modernos de Chaplin: la escena de la fontana de Trevi de La dolce vita de Fellini; Begnini sonriendo al hijo escondido, al final de La vida es bella…
Si ya no me anda el sentido de la vista, les propongo que me coloquen un par de auriculares para que pueda escuchar los dúos de Louis Armstrong y Ella Fitzgerald, Mediterráneo de Serrat, Oblivion de Piazzolla o Amándote de Jaime.
Si tampoco me funciona el sentido de la audición, entonces lo que pueden hacer es simplemente apretar mi mano con fuerza, como yo hice con mi madre en su lecho de muerte.
Hay una novela de Dalton Trumbo titulada Johnny cogió su fusil, que él mismo llevó al cine en una película extraordinaria. Allí, un soldado retorna de la primera guerra mundial sin cara (o sea sin vista, ni oído, ni habla, ni gusto), sin brazos ni piernas. Postrado en una cama, consciente y sufriente, recibe el amparo de una enfermera que, un 24 de diciembre, dibuja con el dedo sobre el pecho del muchacho, una a una, las letras de “feliz navidad”. Y el chiquilín agita su cuerpo en señal de agradecimiento.
Porque no importa en qué estado nos encontremos: nunca habrá nada más maravilloso e irremplazable que estar vivo.