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Extremismo y sentido común

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Aplastada en las urnas, esta vez la condenada Cristina Fernández entregó el gobierno mano a mano. No lo hizo con la solemnidad de quien, en la derrota, celebra el triunfo de la rotación democrática. Prefirió refugiarse en una cruza de gesto adusto con guarangadas digitales, muy coherentes y apropiadas como broche calidad Kirchner para el demoníaco tránsito del matrimonio entre las alturas del poder y las bajezas del latrocinio que perpetró a lo largo de dos décadas.

La proeza del economista Javier Milei merece alegría, admiración y esperanza. Alegría, porque toda República realiza su ideal cuando llega a gobernarla un ciudadano sin aparato político, que se distingue por la firmeza de sus convicciones y su prédica. Admiración, porque la rotundidad de sus posturas durante la campaña electoral tuvo algo de epopeya, poesía heroica. Y esperanza, porque tras vivir bajo combos de ruina y ruindad, toda reversión anuncia luz y toda luz hace revivir la conciencia del mañana.

Puesto que la Argentina pasó cuatro años desgobernada por un presidente pelele y sucesivos ministros de Economía que gambeteaban el default, no sorprendió que terminase ocupando el sillón de Rivadavia un economista que recorría los tablados de la TV para explicar su materia en lenguaje popular. Tampoco pudo asombrarnos que el domingo el triunfador haya asumido con un discurso, donde repitió el programa económico-financiero que fue el leitmotiv de su éxito.

Con ello, como presidente recién asumido tuvo el mérito de la coherencia y el valor de decir la verdad: “no hay plata”; pero tuvo el demérito e incurrió en la errata de destratar la memoria de los que gobernaron en los cien años anteriores. Habló afirmando sus dogmas, como dueño de la verdad. Enardeció a los suyos, sin un mensaje de creatividad y concordia para el 43% que le votó en contra. Pasó por encima de que todo presidente de una nación libre es el mandatario y el representante de todos. Fue congruente con su desprecio hacia lo que llama “la casta”, pero no lo fue con la Constitución.

El señor Milei fue llamado como economista, en intento de salvataje para un país en estado de calamidad -a lo bombero. Proclama principios de libertad económica y personal que toda la región debe rescatar. Pero ello no justifica que pase inadvertido lo que tuvo de extremista el planteo de sus tesis y lo que dejó sin decir a sus adversarios. Máxime que terminó su discurso gritando, igual que en la campaña, “¡Viva la libertad, carajo!”, que equivale a exclamar “¡Viva la libertad, miembro viril!”: así surge del Diccionario de las Academias Hispanoamericanas, que recoge diez usos del vocablo y en los diez acota: “malsonante”.

Ni como expresión de mal humor ni con el sentido literal que aquí repasamos, la palabrota agrega nada.

Y en la medida en que crispa, se aleja de lo que simbolizó el consenso interreligioso que, en la Catedral de la Plaza de Mayo, singularizó a una trasmisión de mando histórica, y signada por los mejores deseos de nuestro pueblo, para cuyo bien deseamos que nunca se denigre a nuestra política como obra de una “casta”, que nunca se fustigue lo construido en los últimos cien años como si todo hubiera sido un error y que nunca se quiera prescindir del Estado como herramienta de civismo, progreso cultural y fortaleza económica.

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