El balde laicista

La diferencia semántica entre laicidad y laicismo está en discusión.

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La semana pasada cuestioné a quienes ven en los centros educativos públicos de gestión privada, una especie de conjura contra la educación estatal.

Un amable lector llevó la polémica al plano del financiamiento -por vía de exoneración impositiva- de las instituciones educativas promovidas por la Iglesia Católica. No es el caso del Impulso, que es laico, pero sí los del Jubilar y Los Pinos, entre otros. “Básicamente”, señalaba el lector, “estos centros son todos católicos donde se trabaja en (…) conseguir fieles para el rebaño. Más parece que (en lugar de) un interés filantrópico, hay un interés de financiar la educación católica con dineros del Estado”.

Mi principal discrepancia con ese punto de vista está en que los recursos que los donantes exoneran de impuestos no pertenecen al Estado, sino a ellos mismos. Porque justamente existe una ley que los habilita a no tributarlos, para destinarlos a emprendimientos que están claramente definidos. Y todos estos centros educativos (laicos y religiosos), al igual que las universidades privadas, se hallan explícitamente incluidos en la nómina de potenciales beneficiarios, algo en lo que coincidieron los tres partidos políticos que rotaron en el ejercicio del poder durante los últimos 30 años.

Pero el cuestionamiento del lector apunta contra la identificación religiosa de algunas instituciones, atribuyéndoles el objetivo de propagar su influencia ideológica. Y así pone de manifiesto la vieja confrontación entre laicismo y laicidad.

En 2016, el cardenal Daniel Sturla lanzó una metáfora que tuvo inmensa repercusión: “No nos quedemos nosotros introyectando dentro nuestro ese balde laicista que hace cien años le han puesto a este país. Con un dogma que es que lo religioso, si es católico sobre todo, tiene que quedar en el ámbito de la conciencia individual”.

Pido permiso para un breve disclaimer: quien esto escribe fue bautizado, solo porque a esa edad no tenía conciencia suficiente para negarme, pero me declaro agnóstico. Un agnosticismo que no abomina de las religiones, sino que las respeta como producto de la cultura humana, aunque no las comparta.

El gato que tiró Sturla arriba de la mesa tenía que ver con un debate fuertemente instalado por el primer Batllismo, aunque ya se había manifestado desde décadas antes, en el lento pero inexorable proceso de secularización, con un capítulo esencial en la revolución educativa impulsada por José Pedro Varela y Elbio Fernández.

La separación de la iglesia del Estado, consagrada en la Constitución de 1919, fue un avance sustancial en la construcción de un país plural, donde las más variadas creencias fueran respetadas en la medida que sus prácticas no transgredieran la ley. “Promoverá la libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginable” es la tercera de las Instrucciones de 1813 y configura la auténtica laicidad, entendida como la absoluta neutralidad de la sociedad civil respecto a los distintos credos. Otra cosa es el laicismo, al que diversos autores atribuyen una acepción peyorativa de estos.

La diferencia semántica entre laicidad y laicismo está en discusión: hay quienes ven en ella, desde su posición anticlerical, una mera jugarreta retórica para extender la influencia desmedida de la Iglesia sobre los asuntos públicos.

Sea cual sea la terminología al uso, lo cierto es que hay una evidente distancia conceptual entre quienes defendemos la laicidad, en el sentido de respetar y alentar la voz de todos los credos, y quienes la interpretan como una mordaza para repelerlos y silenciarlos.

Cada vez que un creyente opina en contra del aborto o la eutanasia, por ejemplo, saltan como resorte quienes restan validez a su juicio, alegando engañosamente la secularización del Estado.

Ese es, sin duda, el balde laicista al que refiere Sturla: en una sociedad democrática, tienen tanto derecho a opinar quienes creen en un dios como los que abominan de él. Ser creyente no es un mérito pero tampoco un demérito; es una condición que debe respetarse como cualquier otra, sin importar la camiseta que uno se ponga o el símbolo que se cuelgue al cuello.

Los ateos por convicción me dan un poco de gracia: la seguridad con que defienden la inexistencia de Dios, ¿en qué se basa? No asumen que ese es un asunto que está fuera de la capacidad de comprensión humana, que es tan arbitrario e imposible de comprobar que el tal Dios exista como que no exista en absoluto.

Y se da la curiosa contradicción de que muchos liberales, que como tales deploran las imposiciones del Estado sobre el individuo, terminan reclamando que ese mismo Estado impida a otras tantas familias elegir la educación confesional que quieren para sus hijos. Pretenden forzarlas a respetar un paradigma tan dogmático como el que cuestionan.

De lo que se trata, en el fondo, es de quitarse el balde laicista y cualquier otro que obstaculice la más irrestricta libertad de pensamiento, elección y opinión.

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