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Diferencia o división

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JUAN MARTÍN POSADAS
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Un sistema político de partidos alude, por definición, a una sociedad partida: cada partido político es una parte.

Un manejo inteligente lleva a organizar sistemas de discrepancia adecuados para un funcionamiento pacífico y productivo en medio de las discrepancias. Eso funciona sobre la base de un acuerdo básico antitotalitario: no hay ningún partido que se considere representante único y excluyente. Ni que se considere tal ni que pretenda hacerse pasar por tal. Nuestro país está teniendo dificultades en esta materia.

Para mejor captación del asunto paso a incluir algunas referencias a la situación de Argentina donde este problema -la política basada en la exclusión- forma parte de su historia, a diferencia de Uruguay donde no fue así. Tulio Halperin Donghi es uno de los historiadores más serios de la Argentina. Para él en su país hay una ley histórica que consiste en “la recíproca denegación de legitimidad de las fuerzas (políticas) que se enfrentan, agravada porque estas no coinciden ni aún ante los criterios aplicables para reconocer esa legitimidad”.

Autores uruguayos pero que escriben sobre Argentina (S. Mallo, R. Paternain, M. Sena: “Modernidad y poder en el Río de la Plata”) afirman que “la vida política no ha sido construida sobre un diálogo entre las diversas fuerzas sino en base a monólogos sucesivos. Desde un principio prevaleció el designio de excluir a la oposición del espacio público. Las distintas épocas de la historia argentina fueron protagonizadas siempre por UN actor político (partido o persona) con las siguientes características: cargó exclusivamente sobre sus hombros la tarea de creación política y de gestión gubernamental; no otorgó nada a la oposición, ni siquiera legitimidad práctica; la consideró un obstáculo, no para su gestión sino para la salud del país: empezó cada vez de cero. Así funcionó Rosas, así los conservadores, así el radicalismo de Yrigoyen, así los gobiernos de Campo de Mayo, así Perón, así Menem” (cuando esto fue escrito todavía no estaban los Kirchner pero se pueden agregar sin forzar nada).

En diciembre de 1997 (¡si hará tiempo!) escribí en Cuadernos de Marcha: “Vivimos en un Uruguay dividido y se reflexiona muy poco sobre ello (…) Me refiero a una división reac-tiva y visceral que es como una disposición genérica al encono”.

Nuestro presente muestra síntomas de estar afectado por ese mal. El extremo (al que nos estamos acercando) es cuando la división pasa a ser permanente: es la tragedia de una sociedad que imagina su progreso en la exclusión; es cuando se cosecha remuneración electoral o política en la identificación negativa. Las fuerzas políticas pasan a definirse a sí mismas por un solo rasgo: ser lo más opuesto o lo más distinto al contrincante (y con esa definición basta, con esa única bandera crecen y prosperan). Fomentar la división pasa a ser negocio y las figuras más empeñosas y comprometidas en sembrar división pasan a ser los más famosos y los más poderosos.

Nuestro país tiene hoy serios desafíos por delante, desafíos que no podrá esquivar; son de orden sanitario para conjurar la pandemia y de orden económico para enfrentar el tendal que aquella va a dejar (y que recién están empezando). Pero tiene un desafío del orden de lo que el ateo Jorge Batlle llamó el alma nacional cuando convocó a la Comisión para la Paz. De esto hablamos al plantear: diferencia o división.

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