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Desde el fémur

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GERARDO SOTELO
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Días atrás circuló en las redes sociales la respuesta de la antropóloga Margaret Mead a la pregunta sobre cuál consideraba el signo de civilización más antiguo que se haya encontrado.

Mucho antes de la invención de la escritura, la rueda o el lenguaje articulado, Mead ubica el origen de lo que conocemos como civilización en el hallazgo de “un fémur fracturado y sanado”.

En tiempos de las comunidades humanas primitivas, una fractura era la antesala de la muerte, por cuanto nadie podía procurarse su alimento ni defenderse de los depredadores sin el concurso de alguien del clan que, sacrificando su propio bienestar, se detuviera a socorrer y asistir a la persona fracturada durante el tiempo que fuera necesario. Para Mead, un fémur sanado es el testimonio de la solidaridad primigenia, y esta la simiente de lo que conocemos como humanidad.

Así entendida, la civilización sería hija de la moral más primitiva, urdida en un entorno verdaderamente dramático: antes de ser cazadores, y durante un tiempo tan prolongado que no resulta fácil de imaginar, los seres humanos fuimos presas.

Acaso podríamos ir más allá y afirmar que la humanidad pudo avanzar tanto en su larga marcha porque primero comprendió que quien estaba al lado era un semejante, que aquello que era bueno para uno lo era también para los otros, y que detenerse a socorrer era, por eso mismo, tanto una obligación como un reaseguro.

La reflexión bien puede inspirarnos ante las interrogantes de esta nueva pandemia, que conmueve a la comunidad humana tanto por su morbilidad como por su sorprendente irrupción.

¿Estamos de verdad ante los albores de una nueva normalidad? ¿Habremos perdido definitivamente el tesoro de la privacidad y el contacto físico espontáneo, conquistas que expresan como pocas el anhelo del autogobierno de las personas sobre sus elecciones y preferencias? ¿Es esto una consecuencia inesperada de la globalización, el consumismo y la sobreexplotación de los recursos y las personas, como opinan algunas mentes apocalípticas?

Es llamativo observar cómo la reflexión sobre los desafíos civilizatorios que dejará el Covid-19 omiten decir que los países, las empresas y las más diversas organizaciones de la sociedad civil están tomando decisiones a un costo económico incalculable para proteger a las personas añosas, es decir, al segmento menos productivo y más oneroso de la sociedad.

La diferencia con nuestros remotos antepasados es que, mientras ellos podían estar realizando una acción de conveniencia mutua (yo te cuido hoy para que tú me cuides mañana si fuera necesario) la sociedad contemporánea obtendría un beneficio económico neto si, en lugar de clausurar ciudades, fábricas, escuelas, aeropuertos y centros comerciales, dejara que el virus circulara libremente y se cobrara la vida de los más débiles.

Conviene recordarles a los profetas del desastre que, más allá de nuestras contradicciones y miserias, formamos parte de una civilización que prioriza a sus ancianos a cualquier costo; digna heredera de aquel clan que enlentecía su marcha mientras uno de sus integrantes sanaba su fémur.

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