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Noria macabra

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ÁLVARO AHUNCHAIN
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De los cambios que trajo aparejada la “nueva normalidad” hay uno del que poco se habla. Me refiero a un estado de ansiedad generalizada que se traduce en niveles de exasperación en el debate público, con un voltaje infinitamente mayor al que estábamos acostumbrados.

Por un lado están los negacionistas, que siguen agitando su conspiranoia, incapaces de admitir la gravedad de la situación. Son los que dicen muy sueltos de cuerpo que los políticos y los científicos se asociaron para engañarnos y someternos; cuesta entender que haya gente que, tal vez para reafirmar su yo sintiéndose más ingeniosa que los demás, cierra de tal manera los ojos a la evidencia de una curva de contagios que crece en forma descontrolada.

Por otro lado están los eternos victimizados, esos que no paran de lamentarse y quejarse por las incomodidades a que nos someten los hábitos de protección contra el virus. Parece mentira que a un año de soportar esta pandemia, aún haya quienes se manifiestan angustiados por el uso obligatorio de tapabocas o la imposibilidad de salir a tomar cerveza con los amigos. El victimismo está de moda, qué duda cabe. Los verdaderos sacrificados en esta pandemia no somos nosotros, por haber tenido que incorporar esas simples costumbres, un poco molestas. El sacrificio real lo está haciendo el heroico personal de la salud, los docentes que se las tienen que ingeniar para dar clase en condiciones de escasa personalización, los cuentapropistas que se quedan sin laburo, los pacientes covid que parten a la internación con miedo de no retornar a sus casas. Un mínimo respeto por estos verdaderos damnificados por la pandemia y héroes en su combate, nos obligaría a cumplir con nuestro rol de la manera más asertiva y solidaria.

La tercera categoría es la de los revolucionarios de boliche que se quejan de todas las medidas que toma el gobierno y proclaman siempre que lo que debería hacerse es lo contrario. Esto, que es el pan de cada día en las redes sociales y su ejército de soldados anónimos, se desbordó ya hace mucho de ese submundo de fanáticos y contagió a políticos y comunicadores de prestigio, que bajan al barro con frecuencia.

Esta semana, la discusión mediática entre un periodista y una legisladora se centró en si ella o él estaban "medicados", usando esa expresión como un insulto, como si padecer un trastorno psiquiátrico fuera motivo de burla o menosprecio. Hemos pasado de la fuerte y leal confrontación de ideas a los insultos ad hominem, con los que se pretende desautorizar al adversario no argumentando en contra de sus ideas, sino menoscabándolo en el plano personal. En estas bajezas pueden caer personas que usan sus perfiles anónimos de Twitter como armas de juguete, pero no expertos en comunicación. Y los comentarios en torno a ese penoso enfrentamiento público destacaron que gracias a él, sus protagonistas se habían convertido en trending topics, como si esto fuera una virtud.

Tal vez la inseguridad que provoca la pandemia esté nublando nuestra razón, empujándonos inconscientemente a una búsqueda de notoriedad que solo se alcanza a través de la declaración injuriosa o el acto violento. Esta espera diaria a que lleguen las 8 de la noche para enterarnos de la cantidad de contagios y fallecimientos del día, esta noria macabra, parece estar convirtiéndonos en seres más irascibles y menos republicanos.

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