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Gestión del Banco Central: el ejemplo de Nueva Zelanda

Nueva Zelanda fue el primer país en el mundo en introducir el régimen de Metas de Inflación (Inflation Targeting) y lo mantuvo exitosamente vigente durante los últimos 35 años.

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Getty Images

Nueva Zelanda debería ser un ejemplo a seguir por Uruguay en términos del manejo de su Banco Central, ha citado recientemente Facundo Márquez, presidente de la Unión de Exportadores del Uruguay. Lo ha dicho en referencia a la posibilidad que tiene el Banco Central de Nueva Zelanda de intervenir en el mercado cambiario, en su menú de opciones de política, Revisemos qué podemos aprender de dicho país en estos temas. ¿Qué se puede incorporar en Uruguay y en otros países de la región?

Antes que nada, algunas aclaraciones.

Primero: hay mucho que aprender e incorporar de Nueva Zelanda, más allá de los temas de gestión e institucionalidad bancocentralista. Dejemos su apertura e inserción externa, los Tratados de Libre Comercio, su elevada calidad educativa, la eficacia y eficiencia estatal, su responsabilidad fiscal y el desarrollo financiero para otras notas periodísticas.

Segundo: este artículo es un pequeño homenaje al brillante economista chileno Francisco Rosende, columnista durante mucho tiempo en este suplemento, de prematura muerte hace unos años, que me indujo hacia mediados de los ’90 a interesarme por la economía neozelandesa.

Aprendí que la gestión e institucionalidad monetaria de Nueva Zelanda y su Banco Central se asemejaban a un gran edificio que —si bien fue fundado hace casi un siglo— parte importante de su estructura fue reconstruida sobre nuevos cimientos hacia fines de los ’80.

Antes, particularmente en la década previa, el Banco Central neozelandés había subordinado la inflación baja y estable al intento de promover otros objetivos (crecimiento económico, máximo nivel de empleo, tipo de cambio real, bienestar social), tal como se lo establecía la ley vigente (Acta de 1964). Previsiblemente, no había logrado ni lo uno, ni los otros. El resultado de los ’70 y ’80 había sido estanflación, estancamiento con inflación, lejos del pleno empleo.

Fue con la reforma introducida legalmente vía el Acta de 1990 que se crearon las bases de la nueva institucionalidad del Banco Central. Allí se estableció que su función primordial sería formular e implementar la política monetaria con la meta de alcanzar y mantener la estabilidad de precios. Desaparecieron otros objetivos del mandato legal.

Además de mayor responsabilidad fiscal, esta reforma institucional también incluyó algunos sobrecimientos.

Primero, la introducción de un contrato entre el presidente del Banco Central y el ministro de Hacienda, que definía la estabilidad de precios como la convergencia de la inflación al rango de 0 a 2% en poco tiempo (1992-1993).

Segundo, el funcionamiento con plena autonomía operativa e independencia de la autoridad monetaria para el logro de dicho objetivo.

Tercero, además de la obligación de transparencia y rendición de cuentas (accountability) ante el Parlamento y la ciudadanía, este arreglo institucional estableció que el salario del presidente del Banco Central y su permanencia en el cargo quedarían vinculados al logro de la estabilidad de precios.

Como consecuencia de esos cimientos y sobrecimientos, Nueva Zelanda fue el primer país en el mundo en introducir el régimen de Metas de Inflación (Inflation Targeting) y lo mantuvo exitosamente vigente durante los últimos 35 años. Fue construyendo pisos de credibilidad y eso potenció la eficacia-eficiencia de la política monetaria.

La inflación promedió 2,4% en estas tres décadas y condicional a esa prioridad, el Banco Central atenuó los ciclos económicos, moviendo la tasa de interés referencial. Solo se le introdujo un segundo objetivo legalmente explícito en 2018 (“máximo pleno”), pero eso se derogó en diciembre de 2023.

Porque, en definitiva, fue y es la elevada credibilidad en su gestión monetaria y en la estabilidad de precios la que minimiza los sacrificios necesarios en actividad y empleo para reencauzar la inflación ante grandes desvíos inflacionarios, como el reciente pospandemia.

Pero, volviendo a la motivación de esta columna, en la construcción de este edificio de estabilidad, es importante observar cómo se diseñó el régimen cambiario. En pocas palabras, con flexibilidad plena y libre flotación del tipo de cambio, tal como prescribe el propio régimen de Metas de Inflación que Nueva Zelanda fue pionero en construir.

Es cierto que el Banco Central ha definido que puede intervenir el mercado cambiario en casos de alta volatilidad de la paridad o desalineamiento injustificado respecto a sus fundamentos, pero siempre que se cumplan dos condiciones adicionales: que la intervención sea consistente con los objetivos monetarios e inflacionarios (anclaje de expectativas) y tenga razonables chances de éxito.

Por eso nunca lo hizo entre 1990 y 2007, ni en los últimos 9 años. Las reservas internacionales netas, donde se recoge la evidencia de las intervenciones, han permanecido relativamente estables en estas décadas, solo con variaciones asociadas a las ganancias o pérdidas por valorizaciones.

Es cierto que hubo algunas intervenciones en 2007-08 y otras en 2013-15, pero de escaso monto y poca efectividad, según las investigaciones de la propia institución. Ni las transacciones de dólares, ni las intervenciones verbales, tuvieron impactos significativos y duraderos.

Indudablemente hay mucho para incorporar en Uruguay de estos 35 años de construcción del “nuevo” Banco Central de Nueva Zelanda. Antes de pensar en los pisos altos o la decoración, se requieren cimientos, sobrecimientos y primeros pisos bien firmes. En pocas palabras, eso comprende mejor arreglo institucional para el BCU, régimen pleno de Metas de Inflación, buena gestión monetaria, alta credibilidad en objetivos inflacionarios más exigentes y gran flexibilidad cambiaria. Ni más, ni menos, que la arquitectura diseñada y ejecutada por Nueva Zelanda. Su ejemplo debió ser seguido desde hace mucho tiempo.

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