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Turín: la capital del vermú

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Turín

VIAJES

Un Martini o un chocolate en la Piazza San Carlo, de compras por el Lingotto o una visita al Museo Egipcio: los atractivos de la que fue la primera capital italiana.

Dicen de Turín que es la otra cara de Italia. La que no encaja en los tópicos. La ciudad brumosa y trabajadora del norte; burguesa, desahogada, verde, seria, elegante, sibarita. Los Alpes casi se tocan, jardines y parques por doquier, colinas frondosas encajando al río Po y arropando un casco antiguo techado por casi 20 kilómetros de pórtici (soportales) de todos los estilos y variedades marmóreas; tranvías silenciosos deslizándose como gatos entre palacios barrocos, restaurantes y cafés históricos donde se perfuman las viandas con láminas de trufa blanca. Sin olvidar que el vermú y el chocolate fino, si no se inventaron aquí, encontraron al menos su fórmula cabal.

Pero sobre todo Turín es una ciudad joven, inquieta, rebelde, siempre dispuesta al cambio y al progreso. Aquí se urdió la unidad de Italia; fue capital del país antes que Roma (1861 al 1865). Aquí venían campesinos de norte y sur a montar topolinos en la primera fábrica de Fiat, mientras el cura Don Bosco enseñaba oficios salesianos a los golfillos y Edmundo d’Amicis les mostraba ejemplos a seguir en un libro mítico, Corazón (1886).

Antes de que la Casa de Saboya fuera aglutinante para el Risorgimento que Garibaldi, Cavour y otros próceres urdían en el Caffè Del Cambio, ya era una de las urbes barrocas más elegantes de Europa. Su corazón bascula entre la piazza Castello y la piazza San Carlo, unidas por la Via Roma y el tramo más elegante de pórtici. Luego están los barrios ribereños del Po y sus muelles (murazzi), junto al puente Vittorio Emanuele I y una iglesia que, para los esoteristas, es un vértice mágico; ahora, territorio comanche de los jóvenes.

Vigila la ciudad la basílica de Superga, obra cumbre del arquitecto barroco Filippo Juvarra, en una colina contra la que se estrelló un avión con el equipo local de fútbol (abuelos de la Juventus), como recuerda un monolito.

El palacio de Eurovisión

A ese tablero urbano habría que añadir el complejo de ocio del Lingotto (la antigua fábrica de Fiat) o el Parque Olímpico (donde se celebraron los Juego de Invierno de 2006 y donde está el estadio Pala Alpitour, que acogió la final de Eurovisión el pasado 14 de mayo).

Para moverse por todo ese plano será conveniente hacerse con la Torino Piemonte Card (desde 28 euros/un día), que abre puertas de museos y tranvías.

Y, sin más, acceder al corazón, o sea, a la plaza Castello. Allí están el Palacio Real y el Palacio Madama, de Juvarra (quien repitió diseño en el Palacio Real de Madrid). Al otro lado de la plaza, la catedral gótica parece chica ante su propia capilla barroca donde se exhibe La Sacra Sindone, la Sábana Santa que sirvió de sudario a Jesucristo -los intríngulis de esta reliquia se narran en el thriller de Julia Navarro La Hermandad de la Sábana Santa-. Pegada al templo, otra obra de Guarino Guarini, el arquitecto de la capilla de la Sábana Santa: la iglesia de San Lorenzo. Arropando ese conjunto estelar, los frondosos Jardines Reales, que llegan al parque de Porta Palatina, una de las cuatro puertas que cerraban el llamado Quadrilatero Romano, incluyendo ruinas de un teatro. Allí se instala cada mañana el mercato Porta Palazzo, uno de los más populares de la ciudad.

Los pórtici de Via Roma, trufados de tiendas elegantes, conducen a la piazza San Carlo, que es como el salón de Turín. Cita obligada a la hora del vermú, que no puede ser otro que un Martini o un Carpano: ambas marcas locales cuentan con museo propio. De hecho, la ciudad es la cuna mundial del vermú cuando Antonio Benedetto Carpano descubrió en 1786 las cualidades de aromatizar el vino moscatel con hierbas y especias del Piamonte.

Otra plaza menos teatral, pero no menos entrañable para los turineses, es Carignano, donde se encuentra el Palazzo Carignano (obra de Guarini) que sirvió de sede al primer Parlamento de la nación, ahora Museo Nazionale del Risorgimento Italiano. Cerca está el Museo Egipcio, que es el más rico en fondos de aquella civilización después del de El Cairo. En la planta alta del edificio puede visitarse la Galleria Sabauda, colección de pintura de los Saboya. Recorrer los monumentos y museos turineses puede resultar agotador. Está el Museo Lavazza del café, el Museo de Arte Contemporáneo, el Museo del Automóvil, el Museo de la Radio y la Televisión y el Museo de la Juventus.

Pero no hay que omitir una visita más: el Museo Nazionale del Cinema, que se aloja en la llamada Mole Antonelliana. Es una estructura de hierro y cristal de 167 metros de altura creada en 1863 por el arquitecto Antonelli como sinagoga, y que ha sido calificada como la Torre Eiffel de los Alpes.

Entre cafés históricos

Bien podrían incluirse entre los monumentos los cafés históricos. Además del ya citado Del Cambio, el más antiguo (1757), en el Caffè Al Bicerin Alejandro Dumas o Cavour pedían el típico bicerin (café con chocolate y nata, hay que probarlo). Todavía de finales del XVIII es el Caffè Fiorio, donde se reunían los aristócratas, mientras que los bohemios lo hacían enfrente, en el Mulassano. En el Platti, de estilo liberty, tomaba notas Cesare Pavese, escritor que acabaría suicidándose en el cercano Hotel Roma.

El historial rebelde de Turín no se duerme en los laureles. La grey joven se congrega en torno a los murazzi y en el barrio San Salvario, en la orilla izquierda del Po, con el Largo Saluzzo como epicentro y muchos pequeños restaurantes donde comer agnoloti (pasta rellena) o risotti a buen precio; zona animada y ruidosa hasta el amanecer.

Queda cerca del Castello de Valentino y su parque, el cual es aprovechado -sobre todo en verano- para tirarse en la hierba o bailar en sitios como el Cacao Cafè Concerto. También hay terrazas más tranquilas en todo el Lungo Po (las orillas del río) para tomar un barolo tinto con vistas panorámicas, en sitios como el EDIT Garden, Azhar, Lentini’s o el Kogin’s Club Disco, donde además de beber un cóctel al atardecer se puede bailar toda la noche.

También el Quadrilatero Romano, cerca de Porta Palatina, y el complejo del Lingotto son focos de ocio, compras y diversión. La ciudad que dedica la mañana al vermú, la tarde al café y el crepúsculo al aperitivo dispone de resortes sobrados para hacer que la noche sea eternamente joven.

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