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Hojas en el viento

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Soledad Platero

TAL VEZ NO SEA la mejor novela de B. Traven, pero El tesoro de Sierra Madre es sin duda la más famosa. Y hay cierta injusticia en que el mérito de ese prestigio lo tenga John Huston, el director de cine que en 1948 ganó dos premios Oscar (Mejor director y Mejor guión adaptado) por su trabajo al frente de Humphrey Bogart, Tim Holt y Walter Huston en una producción que, aunque bastante fiel al libro, no alcanzó la tristeza existencialista del texto ni logró hacer del rudo Bogart un ser conmovedor y absurdo como el Dobbs original.

Aunque las opiniones elogiosas sobre la película no son unánimes -hay quienes señalan que fue una producción acartonada, que el paisaje se ve estático a causa del preciosismo fotográfico, que hubo mala dirección de actores- lo cierto es que muchos sólo conocen al Dobbs de Huston, y aceptan pasivamente la descripción de El tesoro... como "un relato sobre la violencia a la que puede conducir el afán de riquezas". Es una lástima, porque el texto de Traven es mucho más que ese pobre resumen.

Der Schatz der Sierra Madre se publicó por primera vez en 1927, varios años antes de que una legión de escritores europeos afectados por la guerra plantara en la literatura un vasto universo de personajes anonadados o perdidos.

Perfil protagónico. El Fred Dobbs de Traven entra en escena sin que sepamos nada de él. Ignoramos su edad, su procedencia, la razón por la que está ahí, sentado en un banco que apenas lo sostiene. Ignoramos su propósito o su finalidad, pero entendemos rápidamente que él también lo ignora todo, que no se hace preguntas que no puede responder, y que su única preocupación es conseguir algún dinero que le permita llenar la barriga y asegurarse un inmundo catre para pasar la noche.

El comienzo del libro es desconcertante -el lector pasa varias páginas siguiendo los movimientos que Dobbs da, siempre a los tumbos, detrás de algún peso, de algún empleo, de cualquier cosa- pero instala el clima del relato, que es lo más importante de la obra. Ese comienzo, con sus idas y venidas detrás de un individuo que nunca sabe a dónde lo conducirá el próximo paso, es un ejercicio notable de construcción de un personaje desde fuera, pero como si fuera transparente. Dobbs no sabe por qué hace las cosas, ni se detiene a reflexionar sobre nada, pero su pensamiento es visible para el narrador, menos por una cuestión obvia de autoridad narrativa que por la destreza para captar y exponer una psicología.

A diferencia del Dobbs de la película, que es meramente bruto o violento, el Dobbs de Traven es básico, poco capaz de anticipación o de proyección, inclinado a moverse antes de saber hacia dónde, al mismo tiempo que se quiere astuto e ingenioso, demasiado listo para pasar la vida trabajando de sol a sol como un esclavo. La diferencia entre uno y otro es sutil, pero remite a dos grandes universos ideológicos o geográficos: el Dobbs de Huston es un personaje trágico, manejado por sus instintos y condenado por su propia naturaleza (un personaje norteamericano), mientras que el de Traven es un personaje existencialista, arrastrado por el viento desordenado de la naturaleza social e individual del Hombre y condenado por su falta de estructuras morales (un personaje europeo).

Relatos dentro del relato. La simplificación del carácter del protagonista -una concesión al lenguaje de los grandes estudios y a las preferencias estéticas del público masivo- no es la única reducción que se permite la película. Por obvias necesidades narrativas, Huston recorta en el guión todos los relatos laterales que son de gran importancia en la novela de Traven. Desaparecen así varias historias contadas por uno u otro personaje y cuya función es ilustrar las condiciones de explotación a las que fueron sometidos los indígenas mexicanos por parte de la iglesia católica y del Estado, exponer la voracidad del capitalismo y de las industrias extractivas, señalar la fragilidad de los vínculos entre los hombres cuando están condicionados a la lucha por la supervivencia y librados a las tentaciones de la codicia, y sugerir, en suma, que la incertidumbre existencial y la caída inevitable en la criminalidad y la deshumanización absolutas son consecuencias de la injusticia de un sistema hostil y despiadado que funciona como una máquina devoradora de almas y conciencias.

B. Traven era anarquista. Es una de las pocas cosas sobre él que se saben con cierto grado de certeza. Se sabe también que se sintió fuertemente impresionado por México desde que llegó al país, en 1924, y que pidió que, luego de su muerte, sus cenizas fueran esparcidas en la región de Chiapas, que conocía bien. La violencia despiadada con que los bandidos caían sobre poblaciones indefensas, y la que, como represalia, descargaba sobre ellos la policía tenían, para Traven, origen en la historia de México y en el papel jugado por los curas en el saqueo y la manipulación de poblaciones indígenas. "En este caso, los forajidos manifestaron que peleaban por Cristo Rey, a favor de la libertad de la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Tenían una idea muy vaga de la personalidad de Cristo y habría sido muy fácil hacerles creer que César, Bonaparte, Colón, Cortés y Jesús eran idénticos." (p. 163).

Hay varias historias entrecomilladas -es decir, referidas por algún personaje- desparramadas a lo largo de la novela. Todas son relatos aleccionadores que dan cuenta de alguna perversión o flaqueza del sistema o de la condición humana. La maldición del oro es la tópica que las conecta y les da lustre dramático, pero dentro de ese bolsón hay varias cosas: la imposibilidad de retener las riquezas robadas a la naturaleza; la desconfianza que se instala entre los que comienzan a reunir un tesoro y deben cuidarlo de sus propios compañeros; la incapacidad para saber cuándo detenerse; la paradoja de que las riquezas robadas a la tierra exijan como precio la salud, la cordura, la paz y hasta la vida del afortunado, que nunca llega a gozar del botín obtenido, etc.

Cuestión de palabras. Pero Traven hace más que retratar a sus protagonistas y soltarlos en la selva. Se ocupa también de señalar el desgaste que la vida aislada y el trabajo físico incesante producen, no sólo en los cuerpos, sino en el espíritu y el ánimo de los hombres. La llegada de un cuarto individuo, un buscador de oro solitario que sigue a Curtin desde el pueblo en el que repone las provisiones, les muestra cómo las semanas de dedicación total a la extracción de metal y mantenimiento del campamento los han animalizado, al punto de que ya casi no hablan entre ellos, sino que se limitan a expresarse con gestos, gruñidos y medias palabras. La observación acerca de la pérdida del lenguaje -la más exclusiva de las competencias humanas- se vincula a otras observaciones similares que dan cuenta de la imposibilidad de entendimiento entre el hombre blanco, llegado como invasor y saqueador, y los indígenas, atónitos testigos y víctimas de los abusos cometidos en nombre de Dios y de la fe, primero, y del Estado y de la Ley, después.

La confusión de los bandidos que roban un tren de pasajeros, asesinan a hombres, mujeres y niños, y lo hacen en nombre de Cristo Rey, es sólo uno de los ejemplos del malentendido básico entre las palabras y los hechos, entre las declaraciones de piedad y amor a Dios y la violencia ejercida sobre los grupos humanos más desprotegidos. A esa enfermedad de codicia y desmesura del hombre blanco, que arrastra consigo muchas veces a los indios, Traven opone algunos retazos de paraíso representados por comunidades indígenas aisladas y autónomas que no se dejan tentar por el oro y que no logran comprender el apuro de los gringos.

Hacia el final de la novela, Howard intenta explicarle a un jefe indio que no puede quedarse porque está apurado por llegar a la ciudad, en donde debe atender sus negocios. Se da cuenta de que es imposible llegar a un entendimiento, porque el indio no logra concebir la idea de que los negocios sean más importantes que la gratitud, o que no puedan ser postergados por una o dos semanas. El final de la novela -más crudo, menos hollywoodense que el de la película- es un último grito del autor, avisándole al mundo que la codicia rompe el saco.

Cosas sin importancia. En cuanto a la narración en sí, un detalle llama mucho la atención. A lo largo de toda la novela el lector asiste a varios episodios de tensión entre los protagonistas y atraviesa junto con ellos unos cuantos momentos de peligro. Durante todo ese tiempo, y desde la primera línea de texto, la perspectiva del narrador está casi siempre pegada a Fred Dobbs, el personaje principal. El relato sigue junto a Dobbs luego de que los indios convencen a Howard de que los acompañe, y todo parece indicar que así serán las cosas hasta el final. Sin embargo, en la página trescientos (la novela tiene, en español, trescientas cuarenta páginas) y en medio de un episodio ni más ni menos peligroso que los anteriores, Dobbs cae degollado. Una aventura que se había permitido numerosos momentos de alerta y que había desarrollado varias historias termina por perder a su personaje más importante en un segundo, en una sola línea que hasta podría ser pasada por alto por un lector apurado. Dobbs muere, y el narrador que lo había acompañado todo ese tiempo acomoda rápidamente la perspectiva sin un minuto de duelo, sin comentarios, sin nostalgia. Así como había surgido de la nada, sentado en un banco destartalado de un puerto cualquiera en tiempos del auge del petróleo, Fred C. Dobbs, héroe sin edad, sin nobleza y sin linaje desaparece del mundo y la historia sigue.

Hay algo de la moral de Traven en ese desapego. Algo del espíritu que lo hizo ocultarse de los investigadores y periodistas y crear a su alrededor un campo de fuerza hecho menos de misterio que de incertezas. Un nombre propio, un hombre cualquiera, parece decir, es nada. Apenas una hoja en el viento de la Historia.

EL TESORO DE SIERRA MADRE, de B. Traven, Barcelona, Acantilado, 2009. Distribuye Gussi, 343 págs.

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