La novela que anticipó el Covid

Desde Turquía con alcohol en gel

El premio Nobel Orhan Pamuk pensó una epidemia en Minguer, una idílica isla del Mediterráneo, antes de la debacle.

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Orhan Pamuk
Orhan Pamuk
(foto TOLGA BOZOGLU/EPA)

por Ionatan Was
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La nueva novela traducida al castellano del premio Nobel Orhan Pamuk, Las noches de la peste, tiene un efecto hipnótico, sedante. No importa que en alguna parte la trama se vuelva recurrente y por momentos previsible. Porque ya para entonces el lector quedará atrapado en esa isla de magia llamada Minguer, y no querrá salir por nada del mundo. Ni siquiera las más de setecientas páginas que tiene el libro serán un problema para seguir en esa vorágine de encantos. Porque Minguer, con toda su circularidad, tiene algo del Macondo que inventó García Márquez pero trasladado al Mediterráneo oriental, y a otro tiempo. Como Macondo, Minguer se encuentra apartado de todo, y aun así es el centro del universo, el lugar al que siempre se vuelve, y donde los acontecimientos más impensados pueden ocurrir.

Pamuk no es un novato ni mucho menos. Aficionado a Tolstoi y a la vasta literatura rusa, se ha visto enfrentado con el propio presidente de su país, Erdogan, y por cuestiones que trascienden largamente a las epidemias. Algo parecido a lo que ocurre en Las noches de la peste.

Pero hay que decirlo, uno no sabe si darle el mérito a Pamuk o si debiera recaer en Mîna Minguerli. Esta descendiente de la más alta alcurnia del Imperio Otomano y de apellido inequívoco, historiadora y amante de las letras, es la voz narradora de las noches con su peste, desde la introducción hasta llegar casi al presente. Minguerli se encarga de investigar todo el asunto, ordenando las cartas de la bisabuela, examinando archivos y documentos, y descifrando pinturas de la época. Y todo para contarle al lector “tanto una novela histórica como una historia escrita en forma de novela”, y sin que las dos posturas queden enfrentadas; pues en todo caso, se potencian. Ahora bien, el lector se va a preguntar cuál es el rol de Pamuk en este negocio, si acaso actúa como simple amanuense, o cuestionándose si con todas sus ciudades y sus personajes Las noches de la peste ocurrió en la realidad, o si al contrario todo es pura invención. Lo mejor es ir descifrando la historia a medida que transcurre la novela.

El primer caso. La peste resulta fundamental. Pero el amor también tiene su parte, y bien podría decirse que ambas van de la mano. Tan es así que antes de llegar a Minguer, en un buque que sale de Estambul, viaja la sobrina del sultán —Pakize Sultan, bisabuela de Mîna Minguerli— junto a su esposo Nuri, un médico de renombre. Serán ellos dos los ojos de la novela, si bien hay muchos otros personajes. La cuestión es que la pareja debe viajar a China por razones diversas. Pero la travesía se detiene cuando en Minguer encuentran sin vida al científico asesor del sultán, quien poco tiempo atrás había verificado un posible foco de epidemia. Así, es el propio sultán que desde Estambul envía una orden terminante: la pareja debe ir de inmediato a Minguer. Y luego, que el doctor Nuri investigue el posible asesinato del científico, pero en especial que tome medidas ante la posible epidemia. La orden se cumple, y al poco de llegar a la isla, tanto el doctor como la sobrina del sultán encuentran “una atmósfera como de cuento de hadas en todo lo que les rodeaba, instilada (sic) por la quietud de las calles, por lo pequeño que parecía todo y por el miedo a la epidemia”.

Ya en Arkaz (ciudad principal de Minguer, epicentro de la novela, al sur de la isla), y aunque nadie lo supiera aún, se había dado el primer caso con un guardia de cárcel: “Bayram Efendi no había prestado atención a los primeros síntomas de la enfermedad cuando los notó, cinco días antes”. Primero fue la fiebre, luego escalofríos, y la muerte inevitable. Una invasión de ratas podría ser la causa, pero todavía no hay certeza de nada, mientras que otros síntomas y otros decesos se esparcen entre la población.

Una epidemia mundial. Reunidos en el palacio de Arkaz, el doctor Nuri junto a otros jerarcas —entre ellos el gobernador de Minguer, otro personaje medular— estudian el posible origen de la peste, a la vez que analizan tomar medidas. Bien saben que en China y en India se está propagando de forma preocupante una epidemia sin control. Ni siquiera en la isla de Minguer están ajenos al fenómeno, en especial cuando desde La Meca llega un barco atestado de peregrinos con síntomas. No se les permite bajar a tierra, y al final todo termina en un desastre de muertos conocido como la “tragedia del barco de los peregrinos”. De haber desembarcado la situación no habría cambiado, porque el virus ya había entrado a Minguer.

Es de resaltar que la novela empezó a gestarse mucho antes de la aparición de la epidemia del Coronavirus (la palabra pandemia nunca se menciona), detalle no menor y que en todo caso la hace más interesante, porque no aprovechó la circunstancia. En todo caso se plantea una revisión histórica que a la vez brinda una perspectiva sobre la evolución de las epidemias, desde los albores del siglo XX hasta los tiempos actuales. Tomando por bueno todo lo que cuenta Pamuk (o Minguerli, da igual), el lector sentirá una cierta empatía con muchas escenas que hacen a la temática. En este punto, además, es interesante detenerse en cómo responde la población a las medidas impuestas, ya sea en el lejano Minguer o, por decir algo, en Uruguay. Resulta imposible, inevitable, no comparar, pues las semejanzas son muy evidentes, y salvo palabras como barbijo o vacuna, todo lo demás había sido ya inventado. Desde la toma de temperatura, la creación de un comité de cuarentena, pasando por la búsqueda de posibles infectados (los bubones en el cuerpo son la señal inequívoca), el marcaje de las zonas de concentración de enfermos; incluso, llegado el caso, también el quemado de las casas con todo lo que hubiera dentro. En cuanto al tratamiento de los cuerpos de los fallecidos, se procede a quemarlos con cal viva. Nace (o se renueva) una ciencia nueva, la epidemiología, hoy tan de moda. Y una palabra tan temida asoma en el horizonte: cuarentena. Esta difícil decisión del encierro recae especialmente en el doctor Nuri, quien cada tanto pide consejo a su mujer Pakize Sultan, recluida en el palacio.

Mientras tanto, ya el lector habrá recorrido cientos de caminos de Minguer. Por el muelle con sus voceríos y mercados de bullicio, por barrios de gente dispar, por las montañas. Ese es parte del encanto de la novela, estudiar el mapita de la primera hoja, perderse entre olores y sabores, probar la delicia de los börecks de la perdición, correr con los niños descalzos por algo de comer… Subirse al landó del doctor Nuri para buscar a los enfermos, ese mismo doctor que “a veces, cuando entraba en alguna callejuela angosta o bajaba por una pendiente, le llegaban el olor a algas procedentes del mar y los graznidos de las gaviotas, y entonces giraba por instinto y se encontraba subiendo por otra cuesta, envuelto ahora en un agradable aroma a rosas”. Un poco así de diversa es Minguer, aun con todos los muertos y enfermos; y con los mármoles y las rosas fragantes por todas partes, y las “noches de terciopelo”.

Apatía crónica. En este clima resulta imperativo para el doctor Nuri y los demás, reforzar la seguridad, ordenar el desorden. Desde Estambul llega una guarnición militar para vigilar a la población, con órdenes estrictas de disparar llegado el caso; también llega un recio comandante con la misión de dirigir la batuta. Son tiempos de mano dura, y a todo sospechoso de incumplir la orden marcial se lo envía a las mazmorras del palacio.

De todos modos, y por razones variadas, nada de esto resulta suficiente. Las diferencias que antes parecían disimuladas por un velo fino, estallan de repente. No solo porque los musulmanes viven en barrios pobres mientras los armenios y cristianos (entre ellos los rums, descendientes del antiguo Bizancio) tienen un mejor pasar. Es que tienen creencias distintas. Mientras unos rechazan la cuarentena, por hambre y por la necesidad de sobrevivir, otros la respaldan. Mientras unos condenan eso de enterrar con cal viva, otros lo aceptan sin discusión. De alguna manera, el conflicto es una metáfora de tantos otros conflictos que por años sucedieron en el Levante mediterráneo, una consecuencia inevitable del trasiego milenario entre Oriente y Occidente.

Mientras, la epidemia no da tregua, y los muertos se acumulan día tras día (como pasó en nuestra pandemia, con el gobierno informando diariamente de la situación). Ni siquiera medidas como prohibir la reunión de personas o tomar precauciones ante un simple estornudo dan resultado. Tampoco sirve cerrar el puerto y quedar aislados de todo, porque para entonces ya Minguer será el “hombre enfermo de Europa”.

En esta situación de apatía crónica, casi de anomia, la isla se llena de rufianes de poca monta que aprovechan para delinquir, asaltar, saquear, ocupar casas vacías, todo vale. Aparecen las barcazas de contrabando irrumpiendo en la noche y de forma impune; los que pueden escapar, ni se lo piensan. Aunque la mayoría quedará por el camino, como cuenta el siguiente pasaje: “Los cadáveres que llegaban flotando hasta las orillas y las calas despertaron un nuevo tipo de horror en los isleños: comprendieron como nunca antes que, en efecto, se habían convertido en prisioneros en su propia isla”.

Aun con este panorama, hay lugar para el amor. Entre el gobernador y su amante, entre el comandante y la hermana de un rufián, y, claro está, entre el doctor Nuri y Pakize Sultan. “A pesar de la atmósfera lúgubre que dominaba la ciudad, los novios no podían esconder las sonrisas y las expresiones de absoluta felicidad que asomaban en sus rostros”.

Localismos. La epidemia dura varios meses. El caos deriva en una sucesión de revoluciones y contrarrevoluciones, mientras la idea de un Minguer independiente y libre asoma por algún horizonte. En ese largo camino se ahorcará a disidentes en la plaza pública, se redactará una Constitución y unas leyes propias, y se reflotará el idioma local, el minguerense.

Por momentos la historia se hace (y se cuenta) densa, larga, en parte porque hay un narrador inquieto y muy activo, y también demasiado detallista. Pero siempre se volverá al refugio de la ficción, como en este pasaje hacia el final: “Por aquel entonces, los riachuelos de Minguer rebosaban de mújoles verdes y cangrejos ancestrales de manchas rojas, sus bosques estaban poblados de loros parlanchines y tigres sigilosos, y sus cielos estaban llenos de golondrinas azules y cigüeñas rosadas que emigraban a Europa durante el verano”.

Una de las claves que ayuda a meterse de lleno en el relato y a sentirlo tan vívido es el léxico utilizado. Palabras sueltas que para el lector promedio sonarán extrañas, pero que más vale entenderlas, pues en el correr de la novela son como el agua y el pan. El hach, la peregrinación a La Meca; el tekke, barrio de la hermandad islámica; el pachá, título que en el Imperio Otomano denotaba una posición de privilegio; o el derviche, líder religioso consejero. Y otras tantas del estilo.

Nada de esto significa que la gente de Minguer quiera seguir en el Imperio, leales a Estambul. En particular vale la pena conocer la postura de Pakize Sultan que, en algún momento, deberá salir del encierro palaciego, pasearse en el landó por los barrios, ver de frente a las mujeres y los hombres. Y al final sí, podrá desahogarse con su voz de mujer, con su grito de protesta.

En cuanto a las influencias, hay que decir que son muy variadas, tanto del tradicional Oriente como de la moderna Europa, tal como sucede hoy. Pero Minguer es una isla en llamas, entre el poder aglutinante de Estambul con todo su imperio detrás, y la influencia inevitable de Londres y París, las capitales del mundo desde donde por ejemplo llegaban los diarios y las revistas, e incluso las maneras de vestir, y en especial toda aquella literatura detectivesca con Sherlock Holmes a la cabeza, que no solo haría las delicias de princesas y sultanes, sino que marcaría un hito de referencia en la búsqueda racional de malhechores.

Algo así son Las noches de la peste. Un larguísimo relato de una epidemia parecida a la vivida en Uruguay y en tantos otros lugares, y donde todo es posible. Donde conviven doctores y enfermos, sultanes y ladrones, musulmanes y cristianos, como también todos esos niños buscando de comer. Pero lo que destaca en Las noches de la peste son los encantos de esa isla maravillosa, sus amores audaces, y los libros de historia y todas las certezas de las que mejor escapar.

LAS NOCHES DE LA PESTE, de Orhan Pamuk. Penguin Random House, 2022. Buenos Aires, 732 págs. Traducción de Xavier Gaillard y Miguel Ángel Romero.

NOTA: Orhan Pamuk nació en Estambul, Turquía, en 1952 y obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 2006. Realizó estudios de arquitectura y periodismo. Es autor de las novelas El libro negro, La vida nueva, Me llamo Rojo, Nieve, El museo de la inocencia, Una sensación extraña y La mujer del pelo rojo, entre otras.

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