Sobre el arte, la política y el amor a la vida

Cada tanto Netflix nos gratifica con películas verdaderamente importantes.

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Descubrí la película No dejes de mirarme (2018, dirigida por el alemán Florian Henckel von Donnersmark), gracias a una columna que publicó Emma Sanguinetti en Búsqueda. Con toda razón, Emma titulaba su nota “No dejes de mirarla”. Es que Netflix te da esas sorpresas. Entre tanta serie morbosa como la del asesino ese que bebe la sangre de sus víctimas, o frívola hasta la estupidez, como la de la muchachita que trabaja en una agencia de publicidad en París, cada tanto Netflix nos gratifica con películas verdaderamente importantes.

Trataré de “spoilear” lo menos posible, pero puede que se me escape alguna revelación significativa: así que si podés, vela antes de leer estas reflexiones.

La película pertenece al mismo cineasta que hiciera la recordada La vida de los otros. Hay dos fortalezas en ella que impactan hondamente. En primer lugar, que narre los avatares de un artista visual en la búsqueda de su lenguaje propio, pero al mismo tiempo se transforme en un contundente alegato contra el totalitarismo. Y segundo, en que refiera a una biografía verdadera, la del pintor alemán Gerhard Richter. Hago hincapié en esto porque en determinado momento se produce un giro argumental sorprendente que resulta absolutamente inverosímil. Es cuando nos gustaría decirle al guionista: “¡Pará un poquito!” Me refiero -alerta de spoiler- a la reaparición del médico nazi que había ordenado la eliminación de la tía del protagonista, como padre de la muchacha que años más tarde se convertiría en su esposa… Lo tremendo en este caso es que la historia real fue exactamente así, según las distintas reseñas biográficas sobre Richter que andan en la vuelta.

Hay mucho para reflexionar sobre esta gran obra. Ante todo, sentir compasión por la desgracia sufrida por más de una generación de alemanes demócratas, que debieron pasar del horror del nazismo al desastre del estalinismo, sin escalas.

Pero la película es más que eso, porque aporta toda una visión de la teoría del arte y su vínculo indisoluble con la realidad política.

Arranca con la infamante exposición de “Arte degenerado” con que los nazis pretendieron desacreditar a los grandes pintores del expresionismo precedente. Reclamaban que las obras transmitieran modelos propagandísticos y no podían tolerar la distorsión de la realidad que promovían quienes seguían un camino personal. La película hace un correlato entre ese espíritu censor y la siniestra política eugenésica del nazismo, que mandaba a la cámara de gas a esquizofrénicos y discapacitados. Pero lo que debió ser un nuevo amanecer democrático se convirtió en media Alemania en una nueva dictadura, de signo opuesto pero semejante. El artista a quien antes le prohibían retratar los ámbitos sombríos de su interioridad, pasa a ser forzado a pintar con las reglas ramplonas del realismo socialista.

Paralelamente, el médico nazi que acataba las órdenes de exterminio, mantiene su estatus y privilegios alcahueteando a las nuevas autoridades. Porque no hay como una dictadura -sin importar si es de derecha o de izquierda- para reprimir a las personas libres y favorecer a las acomodaticias. Lo interesante es que la película tampoco toma partido por la otra Alemania, la occidental. Su retrato de la escuela de arte de Düsseldorf, donde se daba rienda suelta a las vanguardias, tiene un evidente tono satírico. Claramente el autor nos dice que la explotación comercial del arte occidental, con sus modas y extravagancias, es casi tan nociva para los creadores como los corsés ideológicos totalitarios.

El único camino que reivindica es el de encontrar la voz personal. Pero ello no implica desconocer el trasfondo político del arte. Al respecto, uno de los momentos más interesantes es cuando el protagonista responde en una conferencia de prensa que a él nunca le interesó la política. Lo dice justamente él, que fue obligado por dos dictaduras de signos opuestos a pintar cosas que detestaba. Él, que cuando encuentra su propia voz, desarrolla una obra en blanco y negro que desenfoca a sus modelos, pero poniendo el foco en la inocencia de los oprimidos y la ferocidad de los opresores.

Se trata de una obra que deben ver quienes aún alientan el prejuicio de que el estalinismo fue mejor que el nazismo y el fascismo. Quienes siguen insistiendo con la estúpida consigna de que alcanzar un objetivo de igualdad bien merece cercenar las libertades individuales.

No dejes de mirarme habla de política y de arte, pero también del supremo derecho a la vida.

Porque el asesinato de aquella muchacha por parte de quienes entendían que había algunas vidas dignas de ser vividas y otras que no, se replica años después en un aborto provocado por una justificación similar. Es la cultura de la muerte que impera en todos y cada uno de los totalitarismos liberticidas.

Pero por más que se empeñen, siempre habrá una nueva vida para derrotar sus afanes planificadores. Y siempre surgirá un nuevo artista para pintarles su rebeldía en la cara.

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