Las mismas batallas

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Hay quienes se quejan de los linchamientos en las redes sociales; de las posiciones políticas polarizadas; o del dogmatismo de distintos activistas que procuran volcar decisiones en favor de sus visiones sectarias del orden social.

El problema es creer que todo eso es nuevo, y que responde ya sea al avance de la tecnología -los medios de comunicación directos como las redes sociales, que al democratizar la palabra permiten que cualquiera diga cualquier cosa-; o ya sea a los nuevos desafíos de la sociedad que exigen decisiones urgentes por el bien de la Humanidad. Por eso importa mirar hacia atrás y caer en la cuenta de que el fanatismo y la opresión nos acompañan desde siempre: solo cambian de rostro según la ideología o la convicción del dogmático que quiere imponernos su opinión.

En efecto, en su formidable “Historia del cristianismo”, Paul Johnson cuenta de la “existencia en Oriente, durante el siglo III y mucho más durante los siglos IV y V, de un elevado número de monjes que vivían en la proximidad de ciudades como Alejandría (…) los grandes obispos de Alejandría (…) fueron los primeros que usaron a los monjes con el fin de popularizar posiciones doctrinarias. (…) A menudo se organizaba a los monjes (…) para formar brigadas de hombres ataviados de negro que ejecutaban las tareas de la Iglesia: ante todo, destruir los templos paganos (…) se los llevaba en bandas a los Concilios de la Iglesia para forzar a los delegados hostiles y tratar de influir sobre el resultado. Un edicto imperial del año 416 trató de limitar su número a 500 (…); no fue fácil aplicar la norma (…) gradualmente se difundieron a través de la cristiandad oriental y originaron el fenómeno de la turba religiosa”.

El símil hoy de lo que era la posición doctrinaria de algunos en Alejandría hace diecisiete siglos es, por ejemplo, el convencimiento extendido de que entramos en un apocalipsis de cambio climático generado por los excesos consumistas de la Humanidad. Los actuales monjes ataviados de negro son los líderes de opinión, ONGs, y agencias ligadas a la ONU; y la turba religiosa de hoy es la que impide cualquier análisis sosegado al grito de complotista o negacionista.

Similar escenario se extiende para toda la ideología de género, con unos concilios que hoy promueven una lucha de clases intrafamiliar de mujer contra hombre. Hay que romper el orden liberal que asegura nuestros derechos y libertades individuales, para instalar la preeminencia victimista esencial feminista -¿qué otra cosa, sino, es haber aprobado un agravante penal por “feminicidio”; o qué otra cosa, sino, es negarse a aprobar la tenencia compartida?-. Y a los que se oponen a estos desaguisados, como los delegados hostiles de aquellos concilios, la turba los amedrentará por machistas y reaccionarios.

Pasado el mediodía de la vida, ha de ser cosa aprendida que las batallas de los hombres libres siempre terminan siendo las mismas. Como escribió el gran León Felipe: “¿Quién lee diez siglos en la Historia y no la cierra/ al ver las mismas cosas siempre con distinta fecha?/ Los mismos hombres, las mismas guerras,/ los mismos tiranos, las mismas cadenas,/ los mismos farsantes, las mismas sectas/ ¡y los mismos, los mismos poetas!”

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