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Chat que achata

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Un informe de la BBC reproducido hace unos días por El Observador actualiza la información de ese inquietante nuevo producto de la inteligencia artificial: el “ChatGPT”. Explicado en breve, es un robot virtual -accesible en línea- con el que podemos conversar y pedirle que nos escriba un texto sobre determinado tema. Con base en la información que tiene cargada, nos devuelve ese texto bien escrito y fundamentado. Incluso se le ha pedido, por ejemplo, que escriba “un poema a la manera de Carlos Drummond de Andrade”. Si bien los resultados no son muy brillantes, igual logran un nivel de corrección que convierte a la plataforma en un eventual sustituto de la creatividad. No es aventurado pronosticar que con una herramienta digital de estas características, en el mediano plazo las editoriales podrían publicar novelas sin autor, los estudiantes redactar sus tesis de grado sin investigar y hasta los diarios editarse sin periodistas (¡vade retro!).

Son múltiples los riesgos que implica un avance tecnológico de esta naturaleza. Ya de entrada, la compañía que lo desarrolló advierte que el software “puede generar ocasionalmente información incorrecta o engañosa”, por la relativa limitación de su historial de datos. Si bien ha sido programado para corregir errores, se ha informado también que, con el fin de poner a prueba sus potenciales peligros, “un profesor de la Universidad de California logró que el sistema escribiera un código de programación para decir que solo los hombres blancos o asiáticos son buenos científicos”.

El efecto devastador que puede producir en los procesos de enseñanza-aprendizaje, en la medida que el sistema les da todo cocinado a los estudiantes y con ello impide que reflexionen, ha motivado que su uso se prohiba en centros educativos de Nueva York, por ejemplo. El problema es hasta qué punto puede ponerse trabas a un avance tecnológico, si no será acaso como tapar el sol con un dedo.

Pero el dilema más dramático es el que postula un neurocientífico brasileño, Álvaro Machado Días, de la Universidad Federal de San Pablo: “Me preocupa mucho la algoritmización del pensamiento, que es la alteración de nuestra comprensión y relación con el mundo debido a la interacción con la IA“.

Debo confesar que desde que empecé a usar computadoras, me fascinó la facilidad que sus recursos otorgaban a la escritura. Con Windows, la organización de la información también me resultó atrapante: la computadora se convertía en un cerebro metódico -a diferencia del mío, caótico- donde los temas diferentes se separaban en carpetas para acceder a ellos en forma ordenada. Pero un buen día me pregunté si ese ordenamiento tan estricto estimulaba mi creatividad o, por el contrario, la encasillaba. Porque como se sabe, toda innovación parte inevitablemente de la combinación de ideas dispares, elementos que no tienen nada que ver uno con el otro pero que, vinculados gracias a la imaginación creadora, generan efectos nuevos e inesperados. Desde entonces traté de evitar que mi cerebro se formateara a la manera del escritorio de Windows, que es un riesgo al que los recursos digitales nos exponen por su uso tan frecuente.

Imaginemos pues cuánto más se resentirá nuestra capacidad creadora y espíritu crítico, si dejamos que un robot piense y redacte por nosotros.

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Álvaro Ahunchain

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