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Fuera de la ley

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El 27 de mayo de 1908, el fiscal general Charles Bonaparte se presentó ante el Congreso de los Estados Unidos para solicitar dinero con el fin de crear un equipo de investigación que trabajara bajo la órbita del Departamento de Justicia, oficina que dirigía. "El Departamento de Justicia no tiene ninguna fuerza ejecutiva y, más concretamente, ninguna fuerza policial permanente bajo su control inmediato", argumentó.

La iniciativa había surgido de su gran amigo y entonces presidente, Theodore Roosevelt. Pero la idea de una oficina inserta en el Departamento de Justicia, que respondiera de sus acciones únicamente ante el fiscal general, fue desechada de plano por los congresistas. Se negaban a dar luz verde a la conformación de lo que consideraban un "sistema de espionaje". Argumentaban que sería "un gran golpe para la libertad y las instituciones libres" que surgiera en el país "tal clase de gran oficina central del servicio secreto como existe en Rusia".

Pero ni Bonaparte ni Roosevelt hicieron caso a lo resuelto por el Congreso, y haciendo uso del rubro Fondos Varios del presupuesto del Departamento de Justicia, y sin molestarse en darle un estatuto legal, crearon la nueva Oficina de Investigación, antecedente directo del FBI. Fueron contratados treinta y cuatro "agentes especiales". El fiscal general le explicó al presidente la característica de sus nuevos empleados. Estos debían tener "cierto conocimiento de las guaridas y los hábitos de los criminales", y estarían "obligados frecuentemente a asociarse y a emplear en su trabajo a personas de valores morales sumamente bajos". Esto es, debían de actuar pisando más allá de los márgenes de la ley.

En su más reciente libro, Enemigos. Una Historia del FBI, el periodista Tim Weiner, ganador de un Pulitzer por sus trabajos sobre los programas secretos de seguridad nacional de los Estados Unidos, recorre el siglo y monedas de la Oficina, y la constante, antagónica lucha entre las libertades civiles y la seguridad nacional. Una exhaustiva investigación que revela, en base a más de 70 mil documentos, muchos de ellos inéditos hasta el momento, el devenir de una institución emparentada con la ilegalidad.

UN MAQUIAVELO NORTEAMERICANO.

"Hoover se alza en el centro del siglo XX estadounidense como una estatua salpicada de mugre", dispara Weiner, sobre el hombre que estuvo 48 años al frente de la Oficina de Investigación. El nombre de J. Edgar Hoover está indisolublemente ligado al del FBI, incluso antes de que fuera nombrado director, a fines de 1924, y habría de estarlo después de su muerte, dejando atrás "una institución que casi murió con él". Con la base de una vasta colección de archivos de inteligencia del propio Hoover, Weiner derriba el mito por el cual el histórico director de la Oficina era visto como "un tirano ataviado con un tutú", y tomando distancia tanto de sus defensores como de sus detractores, lo define como un "Maquiavelo norteamericano". "Era astuto e ingenioso y nunca dejó de observar a sus enemigos. Fue uno de los padres fundadores de la inteligencia estadounidense y el artífice del moderno Estado vigilante", sostiene.

Hoover ingresó al Departamento de Justicia en 1919, como jefe de la División Radical, con la orden expresa de combatir a los comunistas. El triunfo de la Revolución Rusa había puesto en alerta al presidente Woodrow Wilson, que aseguraba que ésta llevaría "el veneno del desorden, el veneno de la rebelión, el veneno del caos a los Estados Unidos". Había que protegerse de la Amenaza Roja. "Y no puedes hacer eso en el marco de un debate libre. No puedes hacer eso en el marco de la opinión pública. Los planes deben mantenerse en secreto", afirmaba. En tres meses Hoover contaba con un archivo de 60.000 expedientes de personas sospechosas de ser comunistas, los lugares que frecuentaban y los grupos políticos a los que eran afines. Para Hoover, todas esas personas podían ser agentes infiltrados, conspiradoras a favor de lo que llamó "la desenfrenada marcha del fascismo rojo", cuyo único objetivo era la fundación de unos Estados Unidos Soviéticos.

Las huelgas de fines de 1919 potenciaron la paranoia anticomunista y precipitaron la ofensiva de Hoover. Las "redadas rojas" de principios de 1920 se convertirían en "las mayores detenciones en masa de toda la historia de Estados Unidos", con cerca de diez mil detenidos. Los agentes de la Oficina tenían orden de detención para la mitad. "Nadie sabrá nunca con exactitud cuántas fueron retenidas y encarceladas, cuántas interrogadas y liberadas. En ningún momento se hizo un recuento oficial", escribe Weiner.

La ilegalidad de los procedimientos era tan flagrante -allanamientos, teléfonos pinchados, micrófonos ocultos-, que la Justicia desestimó la mayoría de las detenciones, por considerarlas violatorias de las libertades civiles. Aquellos mismos que denunciaban los métodos de la Oficina comenzaron a ser investigados por Hoover.

En 1923 creó un archivo paralelo a espaldas de la Justicia, el Congreso y el fiscal general, y negaba cualquier vínculo con el espionaje político en el rostro de aquéllos a quienes espiaba. Al año siguiente, el fiscal general Harlan Fiske Stone lo nombró jefe de la Oficina Nacional de Investigación, convencido de que éste le decía la verdad. Le dijo que estaba a prueba. Hoover permaneció en ese puesto durante medio siglo.

INSPIRANDO TEMOR.

El vínculo entre la Casa Blanca y el FBI discurría bajo el tamiz de la relación entre Hoover y quienquiera estuviera en el Despacho Oval. En cualquier caso, acumuló tal cantidad de poder que fue tan aprovechado por los presidentes que tuvieron al FBI de su lado, como temido por quienes se oponían a sus métodos. Franklin Roosevelt desvió fondos a espaldas del Congreso para aumentar el presupuesto del FBI, y habilitó a la Oficina a colocar "dispositivos de escuchas" a cualquier sospechoso de "actividades subversivas" contra el gobierno. No se trataba de una medida amparada por la Justicia, pero si al presidente no le importaba, mucho menos a Hoover. El director del FBI se aferraría a esa decisión durante los siguientes 25 años. "Es necesario, si hay que mantener la seguridad interna de este país, que el FBI esté en situación de tener en sus archivos información relativa a las actividades de los individuos y organizaciones de carácter subversivo", justificaba.

Con Truman las cosas no fueron tan sencillas. Además de ignorar sus advertencias sobre la "amenaza comunista", subordinó al FBI a la nueva Agencia Central de Inteligencia (CIA), lo que desató la ira de Hoover, quien de inmediato puso espías en el nuevo organismo. Truman respetaba a Hoover, pero consideraba que éste había creado "un frankenstein en el FBI", y se negaba a otorgarle más poder. Cuando se supo que la Unión Soviética tenía la bomba atómica, y la información necesaria para construir una bomba nuclear, "el equilibrio del terror se alteró"; pero así y todo Truman mantuvo en segundo plano al FBI. Fue un momento crítico. Hoover empezó a actuar a espaldas de la Casa Blanca. Durante dos años perfeccionó en secreto su "programa para la detención de comunistas", una red de prisiones secretas donde encarcelar a sospechosos políticos eliminando el habeas corpus. El director del FBI contaba con una lista de más de 12.000 sospechosos, la gran mayoría ciudadanos norteamericanos, a quienes tenía decidido apresar en caso de un ataque comunista, una "amenaza de revolución" que entendía inminente. Finalmente Truman le llevó el apunte y amplió la autoridad del FBI más allá de lo que lo había hecho Roosevelt.

Eisenhower iría aún más lejos; lo aseguró en su cargo y le brindó todo su apoyo. Ahora el FBI tenía hombres en la Casa Blanca, el Pentágono, la Agencia de Seguridad Nacional, la CIA, el Departamento de Estado, el Congreso, seis embajadas norteamericanas "y una decena más de centros del poder global de Estados Unidos". Hoover se había transformado en el zar de la inteligencia estadounidense. "Había hombres más respetados en Washington, pero no muchos. Y puede que hubiera algunos más temidos, pero muy pocos", sentencia Weiner.

El cheque en blanco de Eisenhower derivó en una furiosa embestida del FBI. Hoover ordenó el control de todos quienes trabajaran en dependencias del Estado. Funcionarios con años en las distintas oficinas fueron investigados por su presunto comunismo u homosexualidad. La mayoría de las acusaciones eran infundadas, y se basaban en simples sospechas. Muchos renunciaron; algunos se suicidaron.

Cuando el Congreso y el Tribunal Supremo consideraron que Hoover, una vez más, se había excedido, el director del FBI creó el Programa de Contrainteligencia (COINTELPRO, por sus siglas en inglés), "una especie de FBI dentro del FBI"; una campaña dirigida "a destruir la vida pública y la reputación privada" de los miembros del Partido Comunista, a través de cartas anónimas y documentos falsos. Se llevarían a cabo doce de estos programas contra cualquier persona u organización que pudiera representar una potencial amenaza. Martin Luther King tuvo el suyo (ODIO NEGRO); también el Ku-Klux-Klan (ODIO BLANCO) y el movimiento estudiantil (NUEVA IZQUIERDA). John F. Kennedy fue seguido de cerca; el FBI estaba al tanto de sus numerosas aventuras sexuales, sus vínculos con la Mafia y los planes de su hermano Robert -el fiscal general, técnicamente el superior directo de Hoover-, para asesinar a Fidel Castro. No fueron pocas las veces que los hermanos Kennedy quisieron echar al "bastardo" de Hoover, según la definición del presidente, pero era mucho lo que éste sabía sobre la vida privada de ambos. Como afirmó alguna vez un agente del FBI, Hoover "mandaba inspirando temor".

CATACLISMO.

"Lo que usted tiene que hacer es actuar como Hoover", le dijo Richard Nixon a Patrick Gray, quien sucedió al director del FBI tras su muerte, el 2 de mayo de 1972. "Tiene que ser usted un conspirador".

Nixon se decía "amigo" de Hoover, y fue uno de sus aliados desde que llegó al Congreso. Pero su arribo a la Casa Blanca coincidió con los últimos años del director del FBI, una versión física y mentalmente deteriorada del que había sido el hombre más poderoso de la inteligencia norteamericana desde la Segunda Guerra Mundial. "El control de la información secreta siempre había sido la principal fuente del poder de Hoover. Y ahora lo había perdido", escribe Weiner.

Su muerte provocó un cataclismo en los servicios de inteligencia, que derivaría en un enfrentamiento entre el FBI y la Casa Blanca, génesis del caso Watergate y la posterior renuncia de Nixon, en 1974. El descalabro y la falta de coordinación fue tal, que durante las décadas siguientes se produjo "la mayor violación de secretos estadounidenses de la historia de la guerra fría". Los agentes del FBI apenas si intercambiaban información con sus pares de la CIA, y como apunta Weiner, "las críticas y los silencios entre ambos organismos hicieron más daño a la seguridad nacional estadounidense que los soviéticos".

Durante las décadas del 80 y el 90 el FBI estuvo infiltrado por agentes rusos, chinos y cubanos. Lo de siempre. También aparece una organización hasta entonces desconocida: Al-Qaeda.

NEGLIGENCIA CRIMINAL.

Muchos en el FBI pensaban que con el fin de la Guerra Fría desaparecía la amenaza de un ataque a los Estados Unidos. Esa concepción habría de cambiar a principios de la década del 90, aunque a la Oficina le llevó unos cuantos años tomar verdadera conciencia del peligro que acechaba al país. Lo más impactante de todo el asunto es la cantidad de advertencias que la inteligencia norteamericana tuvo frente a sus ojos y no supo ver. La manera en que Weiner da cuenta de ello constituye uno de los puntos más altos del libro.

Tan lejos como en 1991 el FBI accedió al diario de un integrante de la yihad islámica, El Sayyid Nosair. Allí podían leerse los detalles de un plan para realizar un atentado en Nueva York para "destruir los pilares de la estructura de su civilización", representados por "los edificios más altos del mundo de los que tan orgullosos están". Por una exquisita casualidad, casi de forma simultánea, el FBI se topó con un informante que logró introducirse en el corazón del grupo terrorista. El hombre, Emad Salem, informó a la Oficina -podría decirse que en tiempo real- de los planes para atentar contra el World Trade Center.

Pero nadie leyó el diario de Nosair. Ni nadie lo haría hasta tres años después. A su vez, al poco tiempo de incorporarse como agente, Salem fue relevado de su misión. Algunos en el FBI temían que fuera un agente doble al servicio de la inteligencia egipcia. Error. El 26 de febrero de 1993, una bomba explotaba en el estacionamiento de una de las torres del WTC. Seis personas murieron y más de un millar resultaron heridas.

"La información que suministré era lo bastante cara y valiosa como para salvarle el culo al país de esa bomba", increpó, furioso, Emir Salem, cuando el FBI lo fue a buscar para reincorporarlo a la Oficina. "¿Cuántos desastres se crearían si los WTC se derrumbaran por culpa de unos cuantos estúpidos gilipollas que juegan a ser musulmanes?", inquirió.

Los atentados le costaron el puesto al director del FBI, William Sessions. Su sucesor, Louis Freeh, según Weiner el hombre "más calificado" para dirigir el FBI desde Hoover, y la pésima relación que tuvo con el presidente Bill Clinton, le costarían al país unos cuantos miles de muertos. Como en los viejos tiempos, la relación personal entre el director de la Oficina y el presidente marcaría el trato entre el FBI y la Casa Blanca.

Pero lo que Hoover nunca hubiera tolerado bajo su dirección era la gravísima carencia de un control que centralizara toda la información para transformarla en inteligencia. El FBI tenía cincuenta y seis dependencias en todo el país, que apenas si se comunicaban unas con otras. Eran las islas de un interminable archipiélago. Tampoco hubieran tenido cómo comunicarse de haberlo querido. El sistema electrónico del FBI era vergonzosamente obsoleto, al punto de que no se podían realizar búsquedas en las bases de datos. En el amanecer de internet, un agente no podía intercambiar correos electrónicos con otra oficina o el cuartel general. "El adolescente estadounidense medio tenía ordenadores más potentes que la mayoría de los agentes del FBI", grafica Weiner.

En medio de este caos interno, Freeh decidió ocuparse con mayor empeño de la intimidad de Clinton que de Al-Qaeda, cuyos mensajes eran cada vez más explícitos. "Nada entre nosotros necesita explicación. Solo hay asesinato", decía un hombre hasta entonces desconocido para el FBI: Osama Bin Laden. La CIA lo tenía registrado como un "financiero rico que costeaba el terrorismo", pero nadie sabía que era el cerebro detrás de Al-Qaeda y de los atentados a las torres Jobar en Arabia Saudí en junio de 1996. Y le estaba declarando la guerra a los Estados Unidos.

Eran pocos los que prestaban atención a las advertencias de que Al-Qaeda preparaba un ataque en territorio norteamericano. Éstas pasaban entre los servicios de inteligencia sin que nadie reparara en ellas. En 1998 Bin Laden atacó otra vez, en esta oportunidad a las embajadas americanas en Kenia y Tanzania. A fines de ese año, en el Informe Diario Presidencial, "el documento de inteligencia más secreto del gobierno estadounidense", podía leerse que "Bin Laden prepara el secuestro de un avión estadounidense y otros ataques".

Con el cambio de siglo, distintos agentes del FBI comenzaron a detectar la presencia de integrantes de Al-Qaeda en cursos de vuelo dictados en varios puntos del país. El Boeing 747 era su avión preferido.

El FBI tenía 70 mil pistas sobre terrorismo; tres mil dedicadas sólo a Bin Laden. Los pedidos para investigar a los terroristas a nivel nacional comenzaron a llegar de distintos lugares, pero no fueron escuchados. El hecho de que los terroristas estuvieran aprendiendo a pilotar aviones fue deliberadamente pasado por alto por el cuartel general. El FBI se desentendió del asunto y les confirmó que no iba a investigar. Muchos de los agentes recibieron el "no" oficial el 10 de setiembre del 2001. "Dios nos asista a todos si el próximo incidente terrorista implica el mismo tipo de avión", comentó el agente especial Harry Samit. Terminaría definiendo la conducta de sus superiores, como "negligencia criminal".

EL IMPERIO DE LA LEY.

Tras los atentados del 11-S, Estados Unidos "pasó a restaurar los poderes en materia de inteligencia secreta que habían florecido" durante el tiempo que Hoover estuvo al frente del FBI. Allanamientos, escuchas y detenciones ilegales; la orden a los bancos y a las entidades de crédito; a las empresas telefónicas y de internet, de brindar datos al FBI sin informar de ello a nadie, siquiera a un abogado. La Casa Blanca "resucitaba las tácticas de la Guerra Fría con tecnología del siglo XXI".

La gran diferencia respecto a la época de oro de Hoover fue Robert Mueller. Número uno de la Oficina desde el 2001, se opuso a estos métodos, y en el año 2004 forzó al presidente Bush a detener Viento Estelar, el programa que el gobierno desarrollaba en secreto para la vigilancia de decenas de miles de ciudadanos norteamericanos, la gran mayoría inocentes, buscando algún vínculo entre éstos y Al-Qaeda.

Durante años trabajó en la conformación de un nuevo FBI; una Oficina que se manejara dentro de los límites de las leyes y la constitución.

El 7 de noviembre del 2011 emitió las nuevas directrices para las investigaciones de inteligencia de la Oficina. La primera de ellas señalaba que "la rigurosa obediencia a los principios y garantías constitucionales es más importante que el resultado de cualquier interrogatorio, búsqueda de pruebas o investigación concretos".

ENEMIGOS. UNA HISTORIA DEL FBI, de Tim Weiner. Debate, 2012. Buenos Aires, 670 pág. Distribuye Random House Mondadori.

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