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Cuando Sturla habla

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Que el jefe de los católicos uruguayos sea un cardenal complicó las cosas. O al menos sacudió la apacible siesta que el país decía vivir en materia religiosa.

Que el jefe de los católicos uruguayos sea un cardenal complicó las cosas. O al menos sacudió la apacible siesta que el país decía vivir en materia religiosa.

Daniel Sturla es el segundo que ejerce tal jerarquía. El primer cardenal, en los años 60, fue Antonio María Barbieri, un monje capuchino de larga barba blanca, exquisito músico, historiador y literato. Sturla, en cambio es un salesiano inquieto y más joven al ser designado cardenal. Expresa las preocupaciones de un catolicismo que pretende tener presencia en una sociedad con posiciones a veces hostiles respecto a lo religioso.

El tema no es que Iglesia y Estado estén separados. Lo están y eso es bueno. Pocos países tienen esa clara separación en sus constituciones. Estados Unidos fue el primero, si bien es un país muy religioso. También son religiosos México y Chile, naciones latinoamericanas con igual separación. En Uruguay, a la separación se añade una difundida noción de “laicismo” que, aunque muchos lo nieguen, pretende que no haya expresión religiosa alguna fuera del cerrado templo. Pero, en una democracia la separación no es para proteger al Estado de las iglesias, sino al ciudadano en su libertad de elegir la religión que quiera, si es que quiere una.

Al intentar fortalecer el ánimo de los católicos en esta Navidad, el cardenal Sturla terminó metido en un lío tan gigantesco como absurdo. Según dijo, la concepción laicista del batllismo llevó al creciente repliegue de los católicos a quienes pidió que se sacaran ese “balde” y se muestren como tales. ¡Para qué!

Su declaración cerraba una campaña de recristianización de la Navidad, mediante balconeras con la imagen de un pesebre. Hasta el presidente de la república puso una en la puerta de su residencia personal. Tabaré Vázquez, reconocido masón, no es católico pero sí lo son su esposa e hijos.

Lo de la balconera, el hecho que fuera expuesta por la familia presidencial y la declaración del cardenal sumadas, crearon las condiciones para una tormenta perfecta. Perfecta en Uruguay. En ningún otro país de occidente esto hubiera dado tanto que hablar.

Se instaló la idea de que el cardenal provocó una “grieta” que dividió al país. Eso implicaría que la supuesta paz es solo posible si hay silencio, si los que profesan una religión callan sus creencias y el país vive como si no existieran. Algunas de esas intransigentes posturas antirreligiosas terminaron por darle la razón a Sturla: efectivamente parecían querer que los creyentes se pusieran el balde en la cabeza de nuevo.

La Constitución separa las iglesias del Estado y da libertad a todos los cultos religiosos; establece además la exención de impuestos a los templos la religión que sea. No dice que el presidente debe esconder sus creencias, si las tiene, ni que los jerarcas religiosos o creyentes de diferentes cultos, deban reprimir su prédica. Si así fuera, se estaría violando otro principio constitucional: el de la libertad de expresión.

Algunos salieron a decir que la palabra “navidad” era una imposición cristiana. Se puede o no creer en dicha festividad, pero no sostener que es algo diferente a lo que es. Su milenario nombre existe desde mucho antes que Batlle y Ordóñez creyera ingenioso darle otra denominación.

Ante la Navidad hay tres alternativas: que el creyente la celebre; que el no creyente, que de to-dos modos acepta la idea, la celebre de una forma no religiosa (mucha gente lo hace), y que el no creyente militante no la celebre. Para eso existe la libertad.

A esta discusión se suma la existencia de los monumentos religiosos. Alguien me decía que los extranjeros se llevaban una mala imagen al descender en la terminal de Tres Cruces y toparse con la enorme cruz sobre Bulevar Artigas. No es así. Los extranjeros (no los uruguayos) están acostumbrados a ver tales símbolos en otras ciudades. Lo primero que visitan en París es la catedral de Notre Dame. Quien llega a Río de Janeiro no puede evitar que el Cristo Redentor se imponga sobre toda la ciudad desde lo alto de un morro. En Bilbao, en su principal avenida, hay un enorme monumento al Sagrado Corazón de Jesús. La imagen de la virgen de Guadalupe aparece en todo México. Ni que hablar de Jerusalén, con un patrimonio histórico que abarca tres religiones.

Sturla no pretende que Uruguay se vuelva un país católico ni quiere violar la Constitución. Solo desea que sus fieles se muestren como tales. Y tiene derecho a hacerlo en un estado secular que respeta la libertad de expresión y religiosa.

Eso no quiere decir que su tarea sea fácil. Debe, claro, sortear el obstáculo de la rigidez “laicista” que denuncia. Pero tiene escollos internos. Uno es la compleja trama de dogmas que muchos creyentes sienten cada vez más difíciles de aceptar. Otros son la rigidez doctrinaria sobre el sexo (en tiempos de escándalo por los casos de pedofilia), los divorciados, los homosexuales, el sacerdocio femenino.

Estos son problemas que la Iglesia deberá resolver hacia adentro, si quiere que sus fieles lo sigan siendo.

Pero nada tiene que ver con el derecho de los cristianos (o los de cualquier otra fe) a expresar en voz alta sus creencias. Igual derecho tienen los “laicistas” duros.

Para eso, por suerte, existe la libertad de expresarse, claramente establecida en la Constitución.

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Tomás Linn

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