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Un año sin Fidel

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Carlos Alberto Montaner
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Hace un año que se anunció la muerte de Fidel. Parece un siglo. Durante más de una década, desde el 26 de julio del 2006 hasta el 25 de noviembre de 2016, vivió con un pie en la tumba.

Esa agonía en cámara lenta le fue muy útil a su hermano Raúl. Le sirvió para atornillarse en la poltrona presidencial y para que los cubanos se adaptaran a su control, mientras él se afianzaba en el poder y situaba a gente de su confianza.

Raúl es el presidente porque así lo decidió Fidel. Le parecía una persona mediocre, sin lecturas y sin carisma, pero absolutamente leal, una virtud que los paranoicos valoran por encima de todas las demás, así que le fabricó la biografía para convertirlo en su escudero. Lo arrastró a la revolución. Lo hizo Comandante. Lo hizo Ministro de Defensa. Lo hizo vicepresidente y, por último, le dejó el poder en herencia iniciando la dinastía de los Castro.

Desde entonces Raúl gobierna con su entorno familiar. Con su hija Mariela, una inquieta y lenguaraz sexóloga. Con su hijo, el coronel Alejandro Castro Espín, formado en las escuelas de inteligencia del KGB. Con su nieto y guardaespaldas, Raúl Guillermo Rodríguez Castro (hijo de Déborah). Con su yerno o exyerno (no se sabe si sigue casado con Déborah o se divorció), el general Luis Alberto Rodríguez López-Calleja, Jefe de Gaesa, el principal holding de los militares cubanos.

Esa es la gente que gobierna junto a Raúl, pero tienen tres problemas gravísimos.

El más importante es que en Cuba quedan muy pocos creyentes en el sistema. Sesenta años de desastre son demasiados para mantener la fe en ese disparate. El propio Raúl perdió la confianza en el sistema en los años ochenta del siglo pasado cuando despachó a muchos oficiales a centros europeos a aprender técnicas de gerencia y mercadeo.

¿Para qué los militares cubanos debían dominar esas disciplinas? Para implementar el "Capitalismo Militar de Estado", único y devastador aporte intelectual cubano al poscomunismo. El Estado se reserva las 2500 empresas medianas y grandes del aparato productivo (hoteles, bancos, fábricas de ron, cerveza, cementeras, siderúrgicas, puertos y aeropuertos, etc.) dirigidas por militares o exmilitares de alto rango. Cuando no pueden explotarlos directamente por falta de capital o de conocimientos, se asocian a un empresario extranjero al que le ofrecen buenos beneficios y al que vigilan, eso sí, como al peor de los enemigos.

Simultáneamente, a los cubanitos de a pie se les prohíbe crear grandes empresas. Deben limitarse a pequeños lugares de servicio (restaurantes), elaborar pizzas, freír croquetas, o freírse ellos mismos como taxistas. Les está vedado acumular riquezas o invertir en nuevos negocios, porque el objetivo no es que los individuos emprendedores desplieguen su talento y reciban los beneficios, sino que absorban la mano de obra que el Estado no puede emplear.

En Cuba, al contrario que en China, enriquecerse es delito. O sea, lo peor de los dos mundos: el estatismo controlado por militares y el microcapitalismo atado de pies y manos.

El segundo problema es que el Partido Comunista no significa nada para casi nadie en Cuba. En teoría, los partidos comunistas son segregados por una doctrina, el marxismo, que al perder toda significación convierte al PC en un asunto puramente ritual. Fue lo que sucedió en la URSS. Como nadie creía en el sistema, el PC fue liquidado por decreto y 20 millones de personas se retiraron a sus casas sin derramar una lágrima.

El tercero es que Raúl es un hombre muy viejo, con 86 años de edad, que ha prometido retirarse de la presidencia el próximo 24 de febrero, aunque probablemente permanezca agazapado en el Partido. En todo caso, ¿hasta cuándo vivirá? Fidel duró 90 años, pero basta leer sus escritos de los últimos años para comprender que había perdido muchas facultades. El mayor de los varones, Ramón, murió a los 91, pero llevaba varios años aquejado por demencia senil.

La suma de esos tres factores preludian un final violento para el castrismo, acaso a cargo de algún militar, salvo que el heredero de Raúl Castro (oficialmente Miguel Díaz Canel, primer vicepresidente, pero podría ser otro) opte por una verdadera apertura política y desmonte el sistema organizadamente para evitar que lo derriben y los escombros caigan sobre esa frágil estructura de poder.

Para esos menesteres sirven los procesos electorales, pero ya los raulistas se encargaron de cerrarles el paso al centenar de opositores dispuestos a participar en los próximos comicios, mientras se niegan a admitir la consulta que propone Rosa María Payá, la hija de Oswaldo Payá, un dirigente asesinado por pedir lo mismo que hoy, valientemente, reitera la muchacha. O sea: Raúl le legará a su sucesor una terrible sacudida.

La dinastía morirá con él.

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