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La maldición de Termidor

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Agustín Courtoisie

PENSADOR ITALOAMERICANO y profesor de literatura en la Universidad de Duke, Michael Hardt es autor de libros como Gilles Deleuze: An Apprenticeship in Philosophy (1993), pero mucho más conocido por ser el joven coautor junto a Antonio Negri de las ambiciosas obras Imperio (2002, comentada en El País Cultural Nro. 678) y Multitud (2004).

La filosofía política de estos autores ha renovado el debate de la izquierda planetaria buscando el sentido de los nuevos movimientos sociales y de ciertos fenómenos contemporáneos no fácilmente interpretables en función de viejas categorías de pensamiento. Las nuevas formas de militancia y resistencia, el aprovechamiento de las condiciones de la globalización y sus redes, la posibilidad de nuevos modelos de democracia, su convicción de que la "multitud" es creadora y capaz de forjar alternativas viables al orden actual, son algunas de las preocupaciones y de las entusiastas —y polémicas— tesis del dúo.

La visita de Hardt a Montevideo en diciembre de 2005 —que incluyó un homenaje en el Paraninfo de la Universidad y una charla en la Facultad de Humanidades— fue promovida por el grupo "Uruguay de las Ideas".

VIOLENCIA Y POLíTICA. Lo que sigue es una breve porción del diálogo con Michael Hardt que comenzó en una sala del Anexo del Palacio Legislativo —en un español con dificultades— y se prolongó luego por correo electrónico, con las respuestas brindadas más cómodamente en inglés, a las mismas preguntas formuladas durante el encuentro. Debe destacarse la cordial disposición de Hardt a responder, pero sobre todo su actitud de escucha atenta frente a la veintena de docentes e intelectuales que asistieron —llamó la atención que no hubiese concurrido ningún parlamentario—. Las dos preguntas incluidas en esta nota fueron precedidas por la lectura de algunos pasajes de su último libro importante. Por eso conviene recordar, por ejemplo, que en Multitud Hardt y Negri afirman que los cubanos expresan el poder político a través del uso del uniforme, es decir, como subordinado al poder militar. En cambio, los zapatistas parecen subordinar la violencia a la política. Según los autores, uno de los principios del "uso democrático de la violencia, consiste en que la violencia se use solo defensivamente". Y más adelante: "la violencia no puede crear nada, sino únicamente preservar lo ya creado". Otro pronunciamiento interesante es el referido a la "maldición de Termidor": "Los revolucionarios hace tiempo que son conscientes de que todas las revoluciones, hasta la fecha, sólo han servido para perfeccionar la forma del Estado, no para destruirlo. La revolución de la multitud no debe sufrir la maldición de Termidor. Debe organizar su proyecto al compás de los tiempos, determinado por mecanismos constituyentes y procedimientos institucionales que lo protejan de retrocesos dramáticos y de errores suicidas" (ver Multitud, Parte 3. "Democracia", cap. III).

—Renunciar a la violencia, excepto que sea defensiva, y someterla a la política, parece una afirmación sensata. Pero lo que se gana en sensatez puede perderse en seducción. ¿No es la aureola romántica y heroica de la lucha armada la que atrajo siempre a muchas personas?

—En primer lugar, eso realmente no es una renuncia a la violencia, sino un intento para asegurar que la violencia sea utilizada solamente cuando sea forzoso y en la modalidad más eficiente. Pero tal vez eso es obvio. En segundo término, si se pierde algo de ese poder seductor del guerrillero o del revolucionario quizás sea mejor. En mi experiencia la real seducción de la lucha revolucionaria no es la violencia sino la camaradería, las relaciones de amor y afecto entre compañeros en la lucha. Eso me parece el poder seductor más fuerte y más productivo.

—Si las revoluciones siempre "devoraron" a los revolucionarios, ¿no es probable que le ocurra lo mismo a la revolución de la "multitud"?

—La nuestra es una crítica de las revoluciones que terminan en la creación de un nuevo Estado. Y ciertamente alguien podría ubicar nuestra perspectiva en la de todas aquellas tradiciones adversas al concepto de tomar el poder simplemente, que consiste en cambiar los nombres de las personas en el mando pero no transformando la organización social. Esto último es necesario si nosotros queremos lograr una sociedad democrática.

OPINIONES. Las repercusiones de la visita de Michael Hardt en el Uruguay no fueron "multitudinarias". Pero estimularon, por cierto, la reflexión de quienes estuvieron en contacto directo con él, y además es probable que sus contenidos fermentales se hayan expandido a partir de las distintas entrevistas concedidas a la prensa. En ámbitos académicos, naturalmente, Hardt provocó tantos aplausos como objeciones.

Yamandú Acosta, profesor de Historia de las Ideas en la Facultad de Derecho de la UDELAR y Premio "Leopoldo Zea", manifestó que la de Hardt y Negri "es una megapropuesta, a lo Marx, de interpretar el mundo y buscar las vías de su transformación, aunque no hay un proyecto político revolucionario como en Marx, ni un sujeto definido del cambio social, porque la ‘multitud’ es un sujeto entre evanescente y mítico; tiene el interés y al mismo tiempo las debilidades de toda propuesta ambiciosa".

El profesor Mauricio Langón, uno de los responsables de "Uruguay de las Ideas" y Premio Morosoli 2005 en Filosofía, refiriéndose a la dupla Hardt-Negri, explicó que pese a que "no son Marx y Engels", una obra como Imperio es "un esquema introductorio a desarrollos y profundizaciones futuros, que parece querer abarcar muchísimo. El principal ‘malentendido’ de casi todas las actuaciones públicas de Hardt en Montevideo fue el de la preguntas que buscaron profundizar en puntos oscuros y fallas, o descalificar globalmente el planteo, o su ‘aplicación’ a casos concretos. Eso induce respuestas defensivas, pide el ‘cerramiento’ del sistema, sugiere que el autor sería capaz de hablar sobre todo y pronunciarse sobre cada cosa. En otros términos: se le pide ‘sistema’. Y ese preguntar lleva a respuestas que efectivamente tienden a cerrarse en un sistema... débil". Langón señaló un mérito no menor de los autores, teniendo en cuenta las dificultades de los EEUU para mantener el orden global: "si el ‘imperio’ como ‘red’ puede ser pensado en su heterogeneidad y potencia, con conceptos más afinados, también la resistencia al mismo y su sujeto reticular debería ser pensado con no menor complejidad".

Por su parte, Pablo Romero, uno de los coordinadores de la revista Arjé, expresó: "Hardt parece centrarse en las nuevas formas de resistencia, que hermana movimientos tan disímiles como el de los Sin tierra de Brasil, los piqueteros argentinos, los zapatistas de Chiapas, la lucha de unos obreros en una metalúrgica italiana, o la de los agricultores explotados de China, entre otros casos". El profesor Romero comentó que "en lo personal, he participado en los dos últimos foros sociales mundiales realizados en Porto Alegre y lo que he vivido allí me deja la sensación de que Hardt va por el buen camino. Aún así, tengo mis dudas sobre la unificación de las luchas anticapitalistas. Me parece que Hardt presupone en buena medida esto y eso me parece un aspecto débil de su propuesta". Hasta allí las opiniones de Acosta, Langón y Romero.

LO QUE HACE LA GENTE. Según ha podido advertirse en otras consultas, las ideas de Hardt y Negri no sintonizan con las de los marxistas ortodoxos, ni con la prédica más radicalizada y amarga de algunos enemigos de la globalización. Tampoco satisfacen las expectativas de aquellos que prefieren disponer de un nítido centro de imputación para su queja justiciera —los Estados Unidos—, y les resulta una entelequia hablar de un "imperio" concebido como una red de factores de poder y nuevas formas de dominación —descripción "menos clara" pero en realidad más sutil—.

En todo caso, puede aducirse que las "multitudes" de los países pobres migran, votando con sus pies, hacia los países centrales del capitalismo global, y no hacia sus posibles alternativas. Algo bueno habrá que tanto las atrae. En segundo lugar, no se ve claro cómo funcionaría el mundo después de las transformaciones anheladas. En eso no convence Hardt cuando apela a Deleuze y expresa que "un gobierno no puede ser de izquierda y en todo caso puede haber gobiernos que abran espacios a la izquierda y la favorezcan". Eso es eludir responsabilidades.

Tercero, las presiones corporativistas sobre las administraciones de los Estados nacionales y las resistencias multicolores al sistema capitalista global —desde las irritadas manifestaciones callejeras, hasta los fenómenos terroristas, a pesar de su muy diferente naturaleza—, podrían provocar reacciones indeseables y empujar hacia sociedades de vigilancia totalitaria. Esta preocupación no implica desconocer la legitimidad del ejercicio de ciertas demandas y mucho menos la de la hegeliana tendencia de grupos e individuos a exigir por parte del resto de la sociedad un "reconocimiento". Y tampoco supone olvidar que las chicanas amenazan a la democracia representativa no sólo por abajo sino también por arriba —multinacionales, Estados comparativamente más poderosos, organismos internacionales de crédito, políticas proteccionistas, etcétera—. Ocurre que pese a los generosos ánimos libertarios de Hardt y Negri, la maldición de Termidor tiene sus variantes. Las revoluciones, cuando ganan, las derrota el triunfo. Y cuando pierden, a veces contribuyen a encaramar lo peor.

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