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Por qué nadie me quiere, por qué, por qué, por qué

| Uno de los más prestigiosos periodistas de la revista Newsweek analiza las razones del aislamiento actual de Estados Unidos.

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Fareed Zakaria, Newsweek

Parte uno

Estados Unidos está en guerra con Irak. Podría parecer justificado. Sadam Hussein lidera uno de los regímenes más tiránicos de la historia moderna. Por más de 25 años ha intentado adquirir armas químicas, biológicas y nucleares y, en muchos casos, lo logró. Atacó con gases a 60.000 de sus propios compatriotas en Halabja en 1986. Declaró dos guerras catastróficas, inmolando cerca de un millón de iraquíes y matando o hiriendo a otros tantos iraníes. A lo largo de 12 años desacató 16 resoluciones de la ONU que le ordenaban desarmarse.

Pero en su guerra contra Irak, Estados Unidos está virtualmente solo. Nunca antes había librado una guerra en tal aislamiento. Nunca antes tantos de sus aliados se habían opuesto tan firmemente a sus decisiones. Nunca antes había despertado tanta oposición, resentimiento y desconfianza.

Viendo la conmoción mundial, es evidente que lo que ocurre va más allá de esta crisis en particular. Mucha gente, dentro y fuera de Estados Unidos, teme estar ante un punto de inflexión, en el que los pilares del orden global —la OTAN, la Unión Europea, la ONU— parecen resquebrajarse. Las tensiones van más allá de la cuestión iraquí. Se trata de Estados Unidos y su rol en el nuevo mundo. Para comprender la crisis actual, primero hay que entender cómo el resto del mundo percibe el poder estadounidense.

Es cierto que Washington tiene algunos aliados en su esfuerzo por derribar a Hussein. También es cierto que algunos de los gobiernos que se oponen al ataque a Irak no lo hacen por amor a la paz y la armonía mundial sino por razones más cínicas. Francia y Rusia intentan desde hace tiempo debilitar la política de contención a Irak para asegurarse buenas relaciones comerciales con ese país. Francia, al fin y al cabo, ayudó a Hussein a construir un reactor nuclear que obviamente era el primer paso en un programa de armas atómicas. (¿Para qué podría querer una planta generadora de energía nuclear el segundo productor mundial de petróleo?) Y las tendencias gaullistas de Francia, por supuesto, son simplemente su propia versión del unilateralismo.

Pero, ¿cómo explicar que la mayor parte del mundo, sin ganar nada con ello, se haya alineado en el campo franco-ruso? La Casa Blanca afirma que muchos países la apoyan pero lo hacen en silencio. Esto evidencia un problema aún más profundo. Los gobiernos son discretos en su apoyo a Estados Unidos, no por temor a Hussein sino por temor a sus propios ciudadanos. En gran parte del mundo, apoyar a Estados Unidos es políticamente peligroso. El año pasado, Estados Unidos fue un tema de debate en las campañas electorales de Alemania, Corea del Sur y Pakistán. En los tres países, mostrarse como antiestadounidense era una forma de captar votos.

El primer ministro británico Tony Blair apoya valientemente a Bush pese a que la vasta mayoría de sus compatriotas discrepan con él y lo llaman despectivamente "el cuzquito de Estados Unidos". Los gobernantes de España e Italia enfrentan una oposición popular igualmente fuerte.

El ministro de Defensa estadounidense Donald Rumsfeld ha dicho, con su proverbial falta de tacto, que mientras la "vieja Europa" (Francia y Alemania) se opone a las decisiones de Estados Unidos, la "nueva Europa" las abraza. Esto no es exacto.

Los gobiernos de Europa Central (el antiguo bloque comunista) apoyan a Washington, pero sus ciudadanos se le oponen en casi la misma proporción que en la "vieja Europa". Entre 70% y 80% de los húngaros, checos y polacos están contra la guerra en Irak. La Casa Banca se ha ufanado del apoyo del presidente checo saliente, Vaclav Havel. Pero el nuevo presidente, Vaclav Klaus —pro estadounidense, pro-Thatcher y partidario del libre mercado— dijo que en lo que a Irak respecta su posición coincide con la de su propio pueblo.

Algunos argumentan que los europeos de hoy son pacifistas que viven en un "paraíso posmoderno", incapaces de imaginar por qué es necesaria una acción militar. Pero entonces, ¿cómo explicar el sentimiento popular en Turquía, un país limítrofe con Irak?

Aliada de Washington durante décadas, Turquía peleó a su lado en conflictos tan lejanos como la guerra de Corea, y ha apoyado cada acción militar estadounidense desde entonces. Pero ahora, la oposición a la guerra alcanza allí al 90% de la población. Pese a que Washington ofreció miles de millones de dólares, el Parlamento votó en contra de permitir que sus tropas usaran a Turquía para invadir Irak desde el norte.

Y también está Australia, otro aliado crucial, un país donde la gran mayoría de la población se opone a las políticas estadounidenses. Y también Irlanda. O India. De hecho, mientras Estados Unidos tiene el respaldo de una docena de gobiernos (según Bush son 48), sólo tiene el apoyo de la mayoría de la población en un país: Israel. Si eso no es aislamiento, ¿entonces qué es?

Sería demasiado fácil desestimar la crisis actual considerándola una más. Algunos en Washington señalan que siempre que Estados Unidos tomó decisiones militares importantes —por ejemplo, el despliegue de misiles nucleares Pershing en Europa a comienzos de los 80— hubo oposición popular. Es cierto, pero esta vez es diferente.

Las manifestaciones y protestas públicas de los 80 generaban imágenes televisivas impactantes. Pero la realidad indicaba que, entonces, entre 30 y 40% de los europeos apoyaba las políticas estadounidenses. En Alemania, donde los sentimientos pacifistas prevalecían, el 53% de la población apoyaba el despliegue de Pershings, según una encuesta de 1981 del diario Der Spiegel. En Francia, la mayoría de la gente apoyó las políticas de buena parte de los dos mandatos de Ronald Reagan.

Josef Joffe, uno de los principales comentaristas alemanes, señala que durante la Guerra Fría el sentimiento antiestadounidense era un fenómeno de izquierda. "Por contraste, siempre había una centroderecha anticomunista y pro Estados Unidos. Siempre había una sólida base de apoyo a Washington".

Pero hoy no existe una amenaza común equivalente a la Guerra Fría y el apoyo a Estados Unidos es bastante más volátil. Puede que los partidos de centroderecha apoyen a Washington todavía, pero muchos lo hacen casi por inercia y sin demasiado apoyo popular.

Durante las recientes elecciones en Alemania, el socialdemócrata Gerhard Schröder, en busca de la reelección, hizo campaña abiertamente en contra de los planes estadounidenses sobre Irak. Menos notoria fue la posición de su rival conservador, Edmund Stoiber, que también se opuso al ataque y (por un instante) se mostró más radical que Schröder, al decir que no permitiría que las bases militares que Estados Unidos tiene en Alemania se usaran para la guerra.

Bush se equivoca si cree que una guerra exitosa hará que el mundo abandone de un día para otro su creciente desconfianza y resentimiento hacia la política exterior estadounidense. Una guerra exitosa contra Irak resolverá el problema iraquí, pero no el problema estadounidense. Lo que más preocupa a muchas personas en todo el mundo es vivir en un planeta moldeado y dominado por un país: Estados Unidos. Y han llegado a sentir por él un profundo recelo y miedo.

Parte dos:

La era de la generosidad

La mayoría de los estadounidenses nunca se han sentido más vulnerables. El del 11 de setiembre del 2001 no sólo fue el primer ataque su territorio en 150 años: también fue repentino e inesperado. Tres mil civiles fueron brutalmente asesinados sin ninguna advertencia. En los meses siguientes, las preocupaciones de los estadounidenses giraron en torno a ataques con ántrax, terrorismo biológico, bombas "sucias" y nuevas células terroristas. Incluso ahora, su vida cotidiana es interrumpida frecuentemente por alarmas y advertencias antiterroristas. El estadounidense promedio percibe una amenaza a su seguridad física que el país no conocía desde los primeros años de su historia.

Sin embargo, tras el 11 de setiembre, los demás países del mundo vieron algo muy diferente. Vieron un país golpeado por el terrorismo —como algunos de ellos ya lo habían sido— pero capaz de responder a una escala casi inimaginable. Repentinamente, el terrorismo se convirtió en la prioridad máxima, y todos los países tuvieron que reorientar su política exterior en forma acorde.

Pakistán había apoyado activamente al régimen talibán afgano por años; en pocos meses, se convirtió en su enemigo declarado. Washington anunció que aumentaría en 50.000 millones de dólares su gasto en defensa, una suma mayor que los presupuestos militares de Gran Bretaña o Alemania. Pocos meses más tarde —y casi exclusivamente desde el aire— derribó al gobierno de Afganistán, un país donde el imperio británico y el soviético habían fracasado cuando se hallaban en el apogeo de su poder.

Está claro que la era actual sólo puede tener un nombre: un mundo unipolar. La posición actual de Estados Unidos no tiene precedentes. Hace cien años, Gran Bretaña era una superpotencia que gobernaba a un cuarto de la población mundial. Pero aún así era sólo la segunda o tercera nación más rica del mundo y una entre varias potencias militares.

A comienzos del siglo XX, el mayor indicador de fuerza militar era el poderío naval, y Gran Bretaña dominaba los mares con una flota tan grande como las otras dos que le seguían, sumadas. Este año, el gasto militar de Estados Unidos será equivalente al del resto de los países del mundo sumados. Sí: gastará lo mismo que los demás 191 países del planeta juntos. Y lo hará invirtiendo sólo el 4% de su Producto Bruto Interno.

Y el poderío estadounidense no es sólo militar. Su economía es tan grande como las de los tres países que le siguen —Japón, Alemania y Gran Bretaña—juntas. Con el 5% de la población del planeta, Estados Unidos ostenta el 43% del PBI mundial, produce el 40% de la alta tecnología y recibe el 50% de la inversión en investigación y desarrollo. Todos los indicadores de crecimiento le son favorables. El país es económicamente más dinámico, demográficamente más joven y culturalmente más flexible que cualquier otro. Es concebible que su liderazgo, especialmente sobre una Europa envejecida, aumente en las próximas dos décadas.

Así las cosas, tal vez lo más sorprendente sea que el resto del mundo todavía no se haya aliado contra Estados Unidos. Desde el surgimiento del Estado-nación en el siglo XVI, la política internacional ha seguido un patrón claro: la formación de balances de poder contra los más fuertes. Los países con inmenso poderío económico y militar suscitaban temores y sospechas, y pronto otros se coaligaban en su contra. Pasó con el imperio de los Habsburgo en el siglo XVII, con Francia a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, con Alemania dos veces a comienzos del siglo XX y con la Unión Soviética en la segunda mitad del siglo pasado.

En este punto, los estadounidenses seguramente protestarán: "¡Pero nosotros somos distintos!". Ellos —incluido quien esto escribe— se ven a sí mismos como una nación que nunca ha intentado ocupar otras, y que a lo largo de los años ha sido una fuerza progresista y liberadora. Pero los historiadores cuentan que todas las potencias dominantes se creían especiales. Su propio éxito parecía confirmarles que estaban benditas. Pero a medida que se hacían más poderosas, el mundo comenzaba a verlas de otra forma. El escritor satírico inglés John Dryden describió este fenómeno en un poema referido al rey David. "Cuando el pueblo elegido se fortaleció demasiado, la causa legítima a la larga se volvió equivocada".

¿El poder estadounidense ha hecho que su buena causa se vuelva equivocada? ¿Tendrá Estados Unidos que aprender a vivir en un espléndido aislamiento de los problemas del mundo? Eso creen algunos de sus propios ciudadanos.

Es cierto que parte de la oposición a Estados Unidos no es más que envidia mal disimulada. "Si mira de cerca a un antiestadounidense europeo, muy a menudo descubrirá que lo que quiere es una invitación para enseñar en Harvard o que le publiquen un artículo en el New York Times", dijo Denis MacShane, ministro británico para Europa.

Pero la idea de que "nos odian porque somos fuertes" encierra una profunda falacia histórica. Al fin y al cabo, la supremacía estadounidense no es un fenómeno tan reciente. Estados Unidos ha sido la principal potencia mundial durante el último siglo. En 1900 era el país más rico y en 1919 ya había ayudado decisivamente a ganar la mayor guerra de la historia. En 1945 había llevado a los aliados a la victoria en la Segunda Guerra Mundial. En la década siguiente, su economía representó el 50% del PBI mundial.

Sin embargo, en los 50 años posteriores a la Segunda Guerra Mundial no hubo una estampida general para aliarse contra Estados Unidos. En cambio, muchos países se le unieron para enfrentar a la Unión Soviética, un país mucho más pobre (que como máximo llegaba al 12% del PBI mundial). ¿Cómo se explica esto? ¿Cómo hizo Estados Unidos —hasta ahora— para eludir la principal tendencia de la historia internacional?

Para responder esta pregunta hay que retroceder hasta 1945. Cuando Estados Unidos tenía el mundo a sus pies, los presidentes Franklin Delano Roosevelt y Harry Truman eligieron no construir un imperio estadounidense, sino un mundo de alianzas e instituciones multilaterales. Fundaron las Naciones Unidas, el sistema de cooperación económica de Bretton Woods y docenas de otras instituciones internacionales.

Estados Unidos ayudó a que el resto del mundo se pusiera nuevamente en pie con abundante asistencia económica e inversiones privadas. La pieza principal de este esfuerzo, el Plan Marshall, equivaldría hoy a 120.000 millones de dólares.

La especial atención prestada a la diplomacia no fue un esfuerzo menor. Hay que pensar lo que debe haber significado para F. D. Roosevelt, en la cúspide de su poder, viajar por medio mundo hasta Teherán y Yalta para reunirse con Churchill y Stalin en 1943 y 1945. Roosevelt era un hombre enfermo, paralizado de la cintura para abajo, que cargaba con cinco kilos de abrazaderas de acero en sus piernas. Viajar 40 horas por mar y aire lo extenuaba. No estaba obligado a viajar. Tenía muchos delegados que podrían haberlo hecho. Y también hubiera podido convocar a los otros dos más cerca de él.

Pero F. D. Roosevelt comprendió que el poder de Estados Unidos debía ir acompañado de generosidad de espíritu. Por eso insistió en que comandantes británicos como Montgomery recibieran su merecida cuota de gloria tras la Segunda Guerra. Por eso incluyó a China en el Consejo de Seguridad de la ONU, aunque fuera una sociedad pobre y campesina, porque creía que era importante que el mayor país asiático estuviera bien representado en una institución mundial.

El ejemplo instaurado por F. D. Roosevelt y su generación perduró. Cuando George Marshall diseñó el plan que lleva su nombre, insistió en que Estados Unidos no debía dictar cómo gastar el dinero, sino que la iniciativa debía quedar en manos europeas.

Desde entonces, a lo largo de décadas, Estados Unidos brindó asistencia y apoyo a muchos países del mundo. Construyó represas, financió publicaciones y envió estudiantes y académicos al exterior para que la gente conociera a su país y su gente. Tuvo gran deferencia para con sus aliados, aunque no fueran sus iguales. Condujo ejercicios militares conjuntos, aunque no le aportaran mucho. Durante medio siglo, presidentes y cancilleres de Estados Unidos recorrieron el planeta y recibieron a sus colegas.

Por supuesto, todo esto sirvió a sus intereses. Creó un mundo pro-estadounidense, rico y seguro. Sentó las bases de una floreciente economía global dentro de la cual Estados Unidos prospera. Pero el suyo fue un egoísmo iluminado, que tomó en cuenta los intereses ajenos. Sobre todo, le aseguró a los demás países —con hechos y palabras— que no había necesidad de temer al paquidérmico poder de Washington.

Parte tres:

dónde se equivocó Bush

George W. Bush llegó a la presidencia con pocas ideas sobre política exterior. No parecía muy interesado en el mundo. En los años en que su padre se había desempeñado como enviado diplomático a China, embajador ante la ONU y vicepresidente, sólo había viajado al exterior dos o tres veces.

Como candidato, la posición de Bush se limitó a tratar de diferenciarse del presidente Bill Clinton. Muchos conservadores pensaban entonces que el gobierno de Clinton estaba demasiado involucrado con el resto del mundo y era soberbio en su diplomacia. De modo que Bush argumentó que Estados Unidos debía ser una "nación humilde" y reducir sus compromisos externos.

Pero otros conservadores, muchos de los cuales terminaron con altos cargos en la administración Bush, tenían una agenda más amplia. Desde comienzos de los 90 insistían en que el panorama mundial estaba signado por dos realidades. Una era el poder estadounidense: el mundo posterior a la Guerra Fría era avasalladoramente unipolar. La otra era la proliferación de nuevos tratados y leyes internacionales: el fin de la Guerra Fría había alentado los esfuerzos por crear un consenso global en torno a asuntos como los crímenes de guerra, las minas terrestres y las armas biológicas.

Ambas observaciones eran precisas. De ellas, sin embargo, los asesores de Bush extrajeron la extraña conclusión de que Estados Unidos tendría poca libertad para moverse en este nuevo mundo. "El cuadro que pintó en los primeros meses de su mandato fue el de una colisión constante contra limitaciones que sólo él podía ver", señaló el escritor neoconservador Robert Kagan.

Para buena parte del mundo, fue desconcertante oír al país más poderoso en la historia hablar como si fuese una nación sitiada.

En su primer año, la administración Bush se retiró de cinco tratados internacionales tan bruscamente como pudo. También renegó de casi todos los esfuerzos diplomáticos en los que se había embarcado Clinton, desde Corea del Norte a Medio Oriente, desautorizando a menudo las declaraciones hechas por su canciller, Colin Powell, en favor de esos esfuerzos. Desarrolló un estilo diplomático que parece diseñado para ofender a todo el mundo. (Bush ha colocado en la Casa Blanca un retrato del otro presidente Roosevelt, Theodore, cuyo consejo más celebre es: "Habla tranquilamente y lleva un garrote grande").

Hay figuras clave de la administración que raramente viajan, los dignatarios extranjeros son atendidos en entrevistas cortas y superficiales y las recepciones oficiales son una rareza. En lo que va de su mandato, George W. Bush ha visitado menos países que cualquier otro presidente estadounidense de los últimos 40 años en el mismo lapso. Y el vicepresidente Dick Cheney sólo viajó al exterior una vez desde que asumió.

Los atentados del 11 de setiembre sólo añadieron una nueva capa de intransigencia a la política exterior de la Casa Blanca. Comprensiblemente conmovido y ansioso por hallar respuestas, el gobierno decidió que necesitaría absoluta libertad de acción. Cuando la OTAN, por primera vez en la historia, invocó la cláusula de autodefensa y le ofreció a Estados Unidos colaboración ilimitada, Washington simplemente la ignoró. También la marginó de la guerra contra Afganistán. La OTAN tiene sus limitaciones, que quedaron en evidencia durante la campaña de Kosovo, pero la señal que Estados Unidos dio a sus aliados con esta actitud fue como decirles que no los necesitaba.

Fue así como, desde la perspectiva del resto del mundo, el 11 de setiembre tuvo un efecto inquietante y paradójico: puso en movimiento el poder de Estados Unidos y, al mismo tiempo, acotó aún más sus intereses. Repentinamente, Washington se volvió más poderoso y decidido a entrar en acción. Pero sólo estaba dispuesto a actuar en defensa de su propia seguridad, incluso preventivamente si hacía falta.

La administración Bush podría señalar, con cierta razón, que no se le reconocen suficientemente sus intentos por cooperar con el resto del mundo. Al fin y al cabo, Bush trabajó con la ONU sobre el tema Irak, aumentó en un 50% la asistencia económica a otros países, anunció un programa de combate al sida por valor de 15.000 millones de dólares y apoyó oficialmente la creación de un Estado palestino. Pero ninguna de esas acciones le ha ganado mucha buena voluntad. La razón está clara: en casi todos los casos, adoptó el multilateralismo de mala gana y con evidente falta de sinceridad.

Desde hace un año, Bush se ha resistido a auspiciar negociaciones de paz en Medio Oriente, aunque eso hubiera servido para desactivar parte del sentimiento antiestadounidense en la región con miras a una guerra contra Irak. Repentinamente hace tres semanas, para ganar aliados en la invasión a Irak y ante la insistencia de Blair, Bush hizo un tardío gesto de respaldo a un proceso de paz. ¿Puede sorprender a alguien que esta repentina conversión de último momento no haya sido celebrada?

Este despliegue de hipocresía diplomática ha sido más impactante que nunca en el caso de Irak. Bush recibió elogios por su discurso de setiembre ante el Consejo de Seguridad, en el que urgió a la ONU a hacer cumplir sus resoluciones sobre Irak y hacer nuevas inspecciones. Lamentablemente, este llamado había sido precedido por discursos de Cheney y comentarios de Rumsfeld que calificaban las inspecciones de farsa —lo que contradecía la posición oficial de Estados Unidos— y dejaban en claro que el gobierno estaba decidido a ir a la guerra. El único tema a debatir era pedirle a la ONU que le diera su sello de aprobación.

Para empeorar las cosas, semanas después de la resolución de la ONU que llamaba a nuevas inspecciones, aprobada a instancias de Estados Unidos, el gobierno inició un despliegue de tropas a gran escala sobre la frontera iraquí. Diplomáticamente, había prometido un esfuerzo de buena fe para ver si las inspecciones funcionaban; militarmente, se estaba preparando para el combate. ¿Es de extrañarse que otros países, incluso aquellos dispuestos a respaldar una guerra contra Irak, sintieran que la diplomacia era apenas un juego con el único propósito de ganar tiempo para los preparativos militares?

El verbo favorito de Bush es esperar. Anuncia en tono perentorio que "espera" que los palestinos se deshagan de Yaser Arafat, "espera" que los demás países estén con él o contra él, "espera" que Turquía coopere. Todo es parte del enfoque de este gobierno hacia el mundo, y la mejor manera de definirlo es el slogan de esta guerra: "impacto y pavor". La idea es que Estados Unidos necesita intimidar a otros países con su poder e intransigencia, siempre amenazando, siempre denunciando, nunca mostrando debilidad. Donald Rumsfeld cita a menudo una frase de Al Capone: "Conseguirás más con una palabra amable y una pistola que con una palabra amable y nada más".

Pero, ¿la filosofía que guía a la principal democracia del mundo realmente debería ser la de un mafioso de Chicago? En términos de efectividad, esta estrategia ha sido un desastre. Ha distanciado a los amigos y complacido a los enemigos. Tras viajar por todo el mundo y reunirme con altos funcionarios en docenas de países el año pasado, puedo afirmar que salvo Israel y Gran Bretaña, cada país que ha tenido que tratar con el gobierno estadounidense se ha sentido humillado por este.

"La mayoría de los funcionarios en América Latina no son del tipo antiestadounidense", dijo Jorge Castañeda, el ex canciller de México, que renunció hace dos meses. "Hemos estudiado en Estados Unidos o trabajado allí. Nos gusta Estados Unidos y lo comprendemos. Pero hallamos en extremo irritante el ser tratados con completo desprecio".

Hace unos meses, un embajador ante la ONU que leía un discurso de apoyo a la posición estadounidense con Irak, agregó una frase inocua que hubiera podido ser interpretada como un desvío de ese apoyo. El gobierno estadounidense llamó enseguida al canciller de su país y exigió que el embajador fuera oficialmente reprendido en una hora. Ahora, el embajador hierve de rabia cuando habla de la arrogancia estadounidense. ¿Ayuda esto a la causa de Estados Unidos? Y hay docenas de historias como esta en todas partes del mundo.

En la diplomacia, la forma es a menudo contenido. Considérese esto: la administración Clinton usó la fuerza en ocasiones importantes —Bosnia, Haití y Kosovo. En ninguno de estos casos llevó el tema ante el Consejo de Seguridad, y no se discutió mucho acerca de si debió haberlo hecho. Incluso, el secretario general de la ONU, Kofi Annan, hizo luego declaraciones que parecían justificar las acciones militares en Kosovo, explicando que la soberanía estatal no debería usarse para amparar violaciones a los derechos humanos. Ahora, Annan dice que el ataque estadounidense a Irak sin aprobación de la ONU es "ilegal".

Mientras que la administración Clinton —o el gobierno de Bush padre— eran intransigentes en muchos aspectos, nadie les pedía garantías sobre sus intenciones. El gobierno de Bush hijo no tiene toda la culpa por este cambio de actitud. Debido al 11 de setiembre, ha tenido que actuar convincentemente en el escenario mundial para demostrar el poder estadounidense. Pero esa debió haber sido una razón más para adoptar una actitud de consulta y cooperación mientras hacía lo que debía hacer. La idea es asustar a nuestros enemigos, no aterrorizar al resto del mundo.

Parte cuatro:

Cómo eludir la historia

La verdadera pregunta es cómo Estados Unidos debería manejar su poder. Durante el último medio siglo lo ha hecho a través de alianzas e instituciones globales, de manera consensuada. Ahora enfrenta nuevos desafíos, y no sólo por lo que ha hecho Bush. El viejo orden está cambiando. Las alianzas forjadas durante la Guerra Fría se están debilitando. Las instituciones diseñadas para reflejar el mundo de 1945 —como el Consejo de Seguridad de la ONU— corren el riesgo de volverse anacrónicas. Pero si desea debilitar aún más y destruir estas instituciones y tradiciones —despreciándolas o ignorándolas— debería preguntarse: ¿Qué ocupará su lugar? ¿Cómo mantendrá Estados Unidos su hegemonía?

Para algunos en el gobierno de Bush, la respuesta es obvia: Estados Unidos actuará como le plazca, usando los aliados que encuentre en cada caso. Pero esa no es una estrategia efectiva a largo plazo. Requeriría que Estados Unidos construyera una nueva alianza en cada nueva crisis. Y lo que es más importante, al operar de una forma visiblemente irrestricta, al servicio de una estrategia para mantener su supremacía, paradójicamente generaría la rivalidad que desea evitar.

Los últimos dos años son ilustrativos. La jactancia de la administración Bush ha generado oposición internacional e intentos de frustrar su voluntad. Aunque países como Francia y Rusia no pueden convertirse en superpotencias rivales sólo con desearlo —además necesitan poder económico y militar— pueden usar su influencia para obstaculizar las políticas estadounidenses, como hicieron con Irak. De hecho, cuanto menos responsabilidad se les asigna, más libertad tienen las potencias menores para complicar los planes de Estados Unidos.

En muchos casos, además, Washington simplemente no puede "ir por la suya". Las crisis actuales con Corea del Norte, el programa nuclear iraní y la filtración de material radiactivo desde Rusia son buenos ejemplos. Y si bien Estados Unidos puede actuar por su cuenta en algunas circunstancias especiales, como Irak, cuantos menos aliados, bases y derechos de uso del espacio aéreo tenga, mayores serán sus costos en vidas y capitales. Y esos costos se volverán insoportables si Estados Unidos debe librar la guerra y también pagar la reconstrucción por sí solo.

La guerra contra el terrorismo le ha generado a Estados Unidos un interés crucial en la estabilidad mundial. Los Estados fallidos pueden convertirse en refugio de terroristas. Esto significa que hay que enfocar la atención y los gastos en el fortalecimiento institucional de las naciones. Pese a todos sus errores, la ONU está trabajando sobre el terreno para tratar de crear sociedades estables en Afganistán, Kosovo, Camboya y Mozambique, y, en la mayoría de los casos, lo está logrando. La Unión Europea y Japón pagan la mayor parte de esas facturas. Si Washington adoptara un enfoque enteramente ad hoc, ¿por qué aceptaría el resto del mundo pagar para arreglar el tendal que deja?

Combatir al terrorismo también requiere una cooperación mundial constante. Estados Unidos no hubiera podido capturar a Khalid Shaikh Mohammed, el estratega de Al Qaeda, sin la colaboración de Pakistán. Y si se les pregunta a los paquistaníes qué han recibido a cambio, señalarán que los aranceles estadounidenses siguen asfixiando a su industria textil y que la ayuda económica sigue siendo magra. Pidieron apoyo para desislamizar su sistema educativo —un asunto crucial para Estados Unidos— y recibieron poca. Y al mismo tiempo, el tono general de la política exterior de Bush ha hecho que el general Pervez Musharraf, que gobierna Pakistán, se sienta avergonzado de ser proestadounidense.

El último punto es tal vez el más importante. Ser proestadounidense no tiene que ser un costo político para los aliados de Washington. El fiasco diplomático en Turquía es un ejemplo excelente. Desde hace un año ha sido evidente para cualquiera que el pueblo turco no quiere una guerra en Irak. Sin embargo la Casa Blanca dio por sentado que podría prepotear o sobornar a Turquía para que aceptara servir como base militar, y no lo logró. Como más del 90% de los turcos se oponen a ello, no debería resultar sorprendente. ¿Washington no reclamaba democracia en Medio Oriente? Bueno, ahí tiene una.

Como de costumbre, el estilo diplomático jugó su rol. "La forma en que Estados Unidos condujo las negociaciones ha sido, en general, humillante", dijo un alto diplomático turco retirado, Ozdem Sanberk.

Ese error tuvo costos reales. Si Turquía le hubiera permitido a Estados Unidos abrir un segundo frente, la guerra tal vez sería más corta y con menos víctimas, y los espinosas relaciones turco-kurdas podrían ser manejadas más fácilmente. Pero la lección principal es que en un mundo cada vez más democrático, el poder estadounidense debe ser visto como legítimo no sólo por los demás gobiernos, sino por sus pueblos. ¿Estados Unidos realmente quiere un mundo en el que tendrá que abrirse paso en medio de la indignación pública torciendo brazos, sobornando y aliándose con dictadores?

Hay muchas cosas concretas que Estados Unidos podría hacer para recomponer su relación con el mundo. Puede acompañar su armamento militar con esfuerzos diplomáticos que demuestren su interés y compromiso con los problemas mundiales. Puede dejar de subsidiar a la industria metalúrgica y textil y a los granjeros y abrir sus fronteras a las exportaciones de los países pobres. Pero sobre todo, debe hacer que el mundo se sienta cómodo con su poder, liderando en base al consenso.

El rol especial de Estados Unidos en el mundo - su posibilidad de torcer la historia - no debe basarse simplemente en su gran fuerza, sino en la convicción global de que su poder es legítimo. De otra forma, las pérdidas superarán cualquier ganancia en materia de seguridad interna. Y este nuevo siglo estadounidense podría resultar solitario, bruto y corto.

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