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Un joven permanente

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Bajo el palio sonrosado de la luz crepuscular, en Casapueblo, esa escultura habitable, aparece un juvenil artista admirado, valorado y estimado siempre. Ese joven permanente, con su sonrisa tímida y su voz apagada, era Carlos Páez Vilaró. Así lo vemos aunque ya no está.

Bajo el palio sonrosado de la luz crepuscular, en Casapueblo, esa escultura habitable, aparece un juvenil artista admirado, valorado y estimado siempre. Ese joven permanente, con su sonrisa tímida y su voz apagada, era Carlos Páez Vilaró. Así lo vemos aunque ya no está.

No hay proezas como las de la imaginación. Quizá la vida de un artista sea una guerra empedrada de continuas batallas de incierto desenlace, como ocurre al enfrentar la tela en blanco. Quizá puedan herirle, pero si sigue pintando o escribiendo jamás será vencido en la batalla final. Quizá la vida de un artista debiera ser más tranquila. Pero es así, y jamás tendrá una jubilación llamativa. Dejémoslo ahí, porque por algo fue un artista verdadero.

Y esto lo evidencia la obra de Carlos Páez Vilaró. ¿Hay alguien que, al ver uno de sus cuadros, uno de sus dibujos, en cualquier rincón, que no sepa que nació de su mano, que es suyo? Esto es el estilo; esto es la voz personal; esto es lo esencial en un artista. Simplemente, que de una mirada sepamos de qué se trata. ¿O no así? ¿Qué pasa ante un de Chirico o ante una página de Borges?

Ante dos puertas cerradas y desconocidas, Páez Vilaró nunca dudó: abrió la que más desafíos imponía. Y fue así que pudo mostrar Casapueblo como emblema, y dar fe de una vida aventurera como pocas, tras pasar aquella puerta abierta hacia el país de las maravillas. Baste recordar que sus exposiciones y murales se encuentran diseminados por el mundo entero; que ha ido y venido por cuantos caminos hay, de manera incansable, que ha estado con Dalí, con Picasso y de Chirico; que vivió con el Dr. Schweitzer en su leprosario africano, en las islas de Oceanía, en Oriente, en Nueva Guinea, en África, en Brasil, en Machu Pichu; y convivió con los massai, los turcana y los papúa. Todo ello ha nutrido y enriquecido su obra, tan vasta y original, dándole ese carácter enteramente personal.

Nada le fue ajeno, como su film “Batouk” (elegido para clausurar una edición del Festival de Cine Cannes) o sus libros sobre el Mediomundo y los hombres de la costa, que son parte de un quehacer artístico sin límites. (Entre paréntesis, digamos que el dolor no le ha sido ajeno, porque todos recordamos cuanto hizo por su hijo Carlos, uno de los tripulantes del avión que cayó en los Andes, tragedia que dio lugar al libro y la película “¡Viven!”).

El estilo es el hombre. Y él fue una muestra de extraordinaria coherencia artística, marcada por la generosidad. Por eso recibió, siempre, el testimonio del afecto, en todos lados, mientras retumbaban a la distancia en las noches los tamboriles de las comparsas, que fueron parte de su vida.

Hace muchos años, cuando falleció Borges, organizó un homenaje al escritor, y allí estuve, con otros borgeanos. Le presenté, hace quince años, a Vargas Llosa, en Casapueblo, quien ignoraba que tenía una calle con su nombre. Su afecto me lo testimonió más de una vez, con cuadros que me enviaba con una dedicatoria detrás. Y con sus libros.

A un hombre así le adivinamos alma de cántaro. El encarnó la frase de Leopardi: “La ilusión mueve a los hombres más que la verdad”. Es uno de los habitantes de mi libro, a punto de aparecer, llamado “Perfume del tiempo”, acompañado por otros amigos comunes. No lo supo.

El lunes, a los noventa años, alzó el vuelo. Alto, alto. Adiós, maestro.

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Rubén Loza Aguerrebere

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