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La Legítima Defensa

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AMADEO OTATTI
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Tiempo atrás hice llegar a El País, en mi condición de ex-Profesor Emérito de Derecho Penal de la Universidad Católica, mi discrepancia con lo actuado por la justicia penal al descartar la existencia de la Legítima Defensa y solicitar el procesamiento y prisión del dueño de una estación de servicio, que había dado muerte al autor de una rapiña a su negocio cuando pretendía evadirse del lugar del hecho llevándose consigo el dinero allí existente. Según la crónica, los motivos invocados para ello fueron que “el comerciante no estaba en el lugar al que ingresaron los delincuentes”, que “tiró en dirección al cuerpo” y que el disparo fue hecho cuando “ya no había riesgo”, pues los delincuentes (que eran dos) estaban retirándose del lugar.

En razón de mi experiencia en materia penal, y con la salvedad de no haber accedido el expediente respectivo, expresé entonces -y lo reitero ahora ante algún otro caso de pública notoriedad- que esta eximente de la responsabilidad penal parecería estar siendo valorada hoy con un criterio muy restrictivo que desvirtúa el alcance del texto legal y la naturaleza misma del instituto. Y ello ocurre justamente cuando el país padece una severa crisis en materia de seguridad pública, que obliga al común de los ciudadanos a tener que hacer frente por sus propios medios a una ola delictiva que no para de crecer.

El artículo 7º de la Constitución consagra la genérica obligación del Estado de proteger a todos los habitantes de la República “en el goce de su vida, honor, libertad, seguridad, trabajo y propiedad”. Empero -como bien lo sostuvo Langón en la mejor doctrina nacional- “cuando la protección jurídica resulta insuficiente o ineficaz, retrovierte al individuo el derecho natural y propio de ejercer la defensa de sus bienes jurídicos, y particularmente de su persona”. Y a ello apunta, precisamente, la Legítima Defensa.

Según el artículo 26 del Código Penal “Se hallan exentos de responsabilidad penal: 1. El que obra en defensa de su persona o derechos, o de la persona o derechos de otro, siempre que concurran las circunstancias siguientes: a) Agresión ilegítima. b) Necesidad racional del medio empleado para repelerla o impedir el daño. c) Falta de provocación suficiente por parte del que se defiende”. Cuando estos elementos se dan en su totalidad, una conducta que en principio encuadra en una figura delictiva, deja de serlo, descartándose la responsabilidad penal de su autor. Vale destacar que el objeto de la conducta defensiva no es solo la propia persona que se ve injustamente atacada, sino también esos “derechos” consagrados en la norma constitucional citada.

El elemento básico de la Legítima Defensa refiere a la “racionalidad” del medio empleado para defenderse, que debe ser bastante y suficiente para “repeler la agresión o para impedir el daño”. Y que no es lo mismo que la proporcionalidad entre el mal que se evita y el que se causa con ese fin. Pueden dañarse bienes de mayor valor ontológico que los que se ven agredidos, si ello es racionalmente necesario para que la defensa sea efectiva. En este sentido, el mismo Langón opinaba que “un sujeto víctima de una rapiña, delito contra la propiedad, puede legítimamente dar muerte al asaltante”, y otro tanto podría hacerse con el ladrón que pretende “arrebatar el bolso donde la víctima lleva todo el sueldo o la jubilación, que le es esencial para sobrevivir”; o con el violador, al que le da muerte la mujer sometida, para defender su libertad sexual avasallada.

Tampoco puede limitarse el alcance de la Legítima Defensa solo a aquellos casos en los que el bien atacado, y que es preciso defender, es la vida o la integridad física del que se defiende. En tal sentido, suele pasarse por alto que la racionalidad del medio empleado por quien se defiende, no apunta solo a la necesidad de repeler una agresión física, sino también al propósito de “impedir el daño” derivado de la conducta del atacante. Así entonces, en el caso mencionado, aunque la vida del ejecutor del disparo fatal y la de sus empleados ya no corriera peligro, su reacción resultó racionalmente necesaria para “impedir el daño” -en este caso de orden económico- que se habría consumado, si el rapiñero lograba darse a la fuga, alzándose con el dinero sustraído. Por lo que, a nuestro juicio, su actuar bien pudo quedar exonerado de responsabilidad por haber actuado en Legítima Defensa.

Otro tanto debiera ocurrir en un caso más reciente, en el que el dueño de casa ultimó de un disparo a un sujeto que, ya situado en el porche de la vivienda, se empeñaba en ingresar a ella forzando la puerta sin atender las advertencias para que cesara en ese propósito. El ya citado art. 26 consagra un régimen privilegiado para la defensa del hogar. En efecto, y en consonancia con lo dispuesto en la Constitución (artículo 11), de que “El hogar es un sagrado inviolable” al que nadie puede ingresar sin el consentimiento de su jefe, allí aparece consagrada la modalidad de Legítima Defensa “presunta”. ¿Qué es lo que se presume? Que cuando se defiende el hogar frente al accionar de terceros, para impedirle el acceso al mismo, o cuando se sorprende a un extraño en el interior de la casa o sus dependencias, se da por sentado que el defensor ha actuado justificadamente, o sea que ha cumplido acabadamente con los tres requisitos de la Legítima Defensa, sin necesidad de tener que acreditarlos puntualmente. Aunque siendo una presunción relativa admite prueba en contrario.

Y una reflexión final: no estaría de más, en las actuales circunstancias, que los operadores judiciales midieran con una vara menos rigurosa a quienes siendo víctimas involuntarias de un delito violento, no tienen otra alternativa que defenderse por sí mismos, y del modo a que pueden atinar, con su raciocinio drásticamente conculcado por la imprevista e injusta situación que han tenido que afrontar.

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