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Noticias de víctimas

Ing. Qco. Gualberto Mato Montevideo
Nelson A. Lemes Treinta y Tres
Editorial La plana mayor tupamara fue responsable del desastre de Pando. Con el paso del tiempo, lejos de transformarse en una fecha de reflexión y mea culpa, los tupamaros hicieron de ese episodio un momento de orgullosa conmemoración. Hubo que esperar casi medio siglo para que algún tupamaro con responsabilidad en el copamiento de Pando finalmente asumiera su error y pidiera perdón. Fue Héctor Amodio y ocurrió el pasado lunes. La historia es prácticamente desconocida para todos aquellos ciudadanos formados en el Uruguay de esta larga década progresista en la que la historia reciente se narra como una burda propaganda favorable al Frente Amplio en general y a los tupamaros en particular. Sabido es, por ejemplo, que hay una ley que pretende fijar el inicio de la dictadura en 1968, de forma de legitimar todos los desmanes que las guerrillas izquierdistas cometieron hasta el año del verdadero golpe de Estado ocurrido en 1973. Sabido es también que el relato que se ha propagado a partir de los textos escolares y liceales es el izquierdista, que nos quiere hacer creer que una especie de auge político autoritario, iniciado en los tempranos años sesenta, explicó y hasta justificó la acción guerrillera de esa década. Es una historia trágica: el movimiento tupamaro, para conmemorar los dos años de la muerte del revolucionario comunista Ernesto Guevara en Bolivia, decidió copar Pando el 8 de octubre de 1969. Repelido legítimamente por la fuerza policial con un saldo de varios guerrilleros muertos, causó daño enorme. Sobre todo, las balas tupamaras asesinaron al civil Carlos Burgueño, quien se encontraba en esa ciudad festejando el nacimiento de su segundo hijo el día anterior. La plana mayor tupamara fue responsable del desastre de Pando. Con el paso del tiempo, lejos de transformarse en una fecha de reflexión y mea culpa, los tupamaros hicieron de ese episodio un momento de orgullosa conmemoración. En efecto, hace décadas que reuniones, actos, discursos y recuerdos ensalzan la gesta revolucionaria que, según la ignominiosa versión de la guerrilla, significó el episodio de Pando. De ellos han participado a lo largo de los años sus principales figuras y dirigentes, como por ejemplo el ex presidente Mujica. Hubo pues que esperar casi medio siglo para que Héctor Amodio, coordinador de esa acción guerrillera, pidiera perdón en un acto en homenaje a las víctimas de Pando organizado por Diego Burgueño, hijo de Carlos. Contundente, Amodio expresó allí que, en tanto tupamaros, "no vacilamos en desconocer los derechos humanos de quienes considerábamos nuestros enemigos". El arrepentimiento de Amodio vale mucho. Por décadas hemos estado acostumbrados a ver cómo los tupamaros mienten sobre la historia reciente; a constatar cómo se dedican a vanagloriarse de sus atentados y de sus crímenes; a verificar cómo sus escribas y amanuenses universitarios, que ofician de historiadores, publican textos y generan relatos mentirosos que justifican las deleznables acciones guerrilleras que tanto daño hicieron al país. Hemos estado acostumbrados, infelizmente, al doloroso silencio y al mudo sufrimiento de decenas de familias que fueron víctimas de los atentados guerrilleros y que han visto cómo la memoria de sus heridos y muertos, lejos siquiera de respetarse, ha sido muchas veces calumniada y maltratada de la peor manera por la propaganda tupamara- frenteamplista. El pedido de perdón de Amodio, sobre todo por el importante lugar que ocupó en la estructura tupamara de esos años, vale mucho. Porque a partir de ese reconocimiento se va abriendo camino una luz de esperanza que revisará el cuento de hadas que la izquierda ha querido hacer de su actuación en la historia del país de los últimos 60 años. Mujica nunca pidió perdón por atentar contra una de las mejores democracias del mundo a partir de 1963; el Frente Amplio y el Partido Comunista en particular nunca pidieron disculpas por adherir al golpe de Estado de febrero de 1973; y la izquierda en general jamás se arrepintió por negociar una transición democrática en el Club Naval, en agosto de 1984, que fue amañada sobre la base de la impunidad a los militares por sus delitos de lesa humanidad, y de la prisión de Wilson Ferreira de forma de impedirle ser candidato ese año. Los adictos a la tupamarología seguramente relativizarán el pedido de perdón de Amodio porque se trata de alguien denostado por la izquierda y que no forma parte del santoral guerrillero desde hace décadas. Sin embargo, para la familia Burgueño y para las demás víctimas del infame copamiento de Pando, el arrepentimiento de Amodio es relevante porque formó parte, efectivamente y con gran responsabilidad, de esa acción guerrillera. Su gesto, aunque 49 años más tarde, lo enaltece.
Editorial Desde el oficialismo se intenta entreverar el asunto arguyendo que la violencia aumenta en todo el mundo, que es una consecuencia del narcotráfico internacional o de que es un problema entre bandas de delincuentes que no afecta a la mayoría de la población. Nuevos casos de asesinatos en los últimos días han sacudido a la sociedad uruguaya, que no se acostumbra (y no debe acostumbrarse) a convivir con la muerte cotidiana de familiares, amigos y vecinos. Si bien la gestión del Ministerio del Interior de todos los gobiernos del Frente Amplio fue penosa, este año 2018 romperá todos los récords, en una situación que notoriamente está fuera de control y para la que las autoridades no tienen respuesta. El asesinato del joven Mateo Urtiaga en el Prado o el del policía Adrián Fordigin en el barrio Conciliación son solo dos ejemplos recientes de la creciente violencia que sufre nuestro país ante la pasividad de las autoridades. La manifestación en el Prado por la muerte de Mateo culminó frente a la residencia del presidente Tabaré Vázquez sin ningún tipo de respuesta, como es habitual. Más importante aún, sin embargo, es la falta de respuesta institucional desde el Ministerio de Interior, que no presenta medidas efectivas siquiera para evitar que la cantidad de delitos se siga disparando. Desde el oficialismo se intenta entreverar el asunto arguyendo que la violencia aumenta en todo el mundo, que es una consecuencia del narcotráfico internacional o de que es un problema entre bandas de delincuentes que no afecta a la mayoría de la población. Todo lo anterior, por supuesto, es falso y solo es un burdo intento de cubrir de mala manera el estrepitoso fracaso del gobierno en una de sus tareas más elementales que es proteger a los ciudadanos. Algunos datos son suficientes para comprobar las mentiras del comentarista de la realidad (que no Ministro del Interior) que es Eduardo Bonomi. En primer lugar, la tasa de homicidios viene disminuyendo en el mundo en las últimas décadas. El experto en seguridad Guillermo Maciel, en una columna publicada en El País el sábado pasado, aporta esta información elocuente: mientras que en los últimos 30 años la tasa de homicidios en EE.UU. disminuyó desde 8,5 cada 100.000 habitantes a 5,3, en el mismo período en Uruguay la tasa de homicidios aumentó desde 4,6 cada 100.000 habitantes hasta 8,3. También se puede verificar en el mismo período de tiempo que la tasa de homicidios a nivel mundial viene descendiendo, lo mismo que el promedio en nuestro continente. Sin embargo, la tendencia en Uruguay, en especial en estos últimos 15 años, es exactamente la opuesta y partiendo desde una situación mucho más favorables que otros países del continente hoy estamos en una situación similar. La novedad del narcotráfico no es una característica distintiva del Uruguay, existe en todos los países y, sin embargo, la gran mayoría ha logrado irlo controlando y a partir de allí disminuir todos los delitos y en especial los homicidios. En definitiva, como siempre para Bonomi y su equipo es simplemente una excusa. Vayamos entonces al fondo del asunto. El Frente Amplio, en este tema co- mo en casi todos, lo que nos propone es que nos resignemos a estar cada día peor y no quejarnos. Hay algunos pun-tos elementales que servirían, si existie-ra voluntad, para mejorar la seguridad pública. El primero es respaldar a los policías en vez de justificar a los delincuentes. Hace poco, cuando en Chile murió un carabinero en funciones el presidente Piñera fue al sepelio y cargó su féretro. En Uruguay cuando muere un policía (y ya van 4 en lo que va del año) sus familiares y compañeros ni siquiera reciben las condolencias del presidente o del ministro en una actitud deplorable. Un segundo punto es la instrumentación de un plan efectivo, —que evidentemente no es el famoso PADO, que sirve para vestir un santo desvistiendo otro, vale decir, saturando de policías algún área desprotegiendo otras. En tercer lugar, un plan coordinado, que hasta el momento no ha existido, con otros ministerios para realizar acciones conjuntas en términos educativos y sociales que impliquen un abordaje integral del asunto. En cuarto lugar, se requiere un aumento exponencial de la probabilidad de que los delincuentes sean atrapados. Hoy por hoy la posibilidad de quedar impune, lo que ocurre en la mayoría de los casos, actúa como un incentivo formidable al delito. El gobierno ha demostrado una inutilidad pasmosa para contener el avance de la violencia en nuestro país, lo que afecta brutalmente nuestra calidad de vida. Además, ha demostrado una falta absoluta de empatía por las víctimas y sus familias en una muestra de insensibilidad vergonzosa. La situación no da para más, nos están matando y el gobierno mira para otro lado.
SEGUIR Ana Ribeiro Introduzca el texto aquí Arrancaron de cuajo los calefones. También los armarios de la cocina. Por la puerta, literalmente partida en dos, sacaron esa pesada carga y todo tipo de objetos pequeños. Ni la caldera dejaron. La policía técnica hizo su trabajo, buscó huellas, indagó. "Sabemos quienes son", dijeron los vecinos, pero... Nadie dice apellidos, pero el ingenio popular le puso nombre a esa familia-banda que demuestra insaciable voracidad por lo ajeno: los comevidrios. La impotencia se mezcla con cierta repugnancia a todo lo que tocaron, rajaron, quebraron y espiaron. El inventario de lo que se llevaron se va haciendo a medida que el impacto va cediendo espacio. Entonces uno recuerda aquel objeto y aquel otro; en medio de una telaraña de cotidianeidades y recuerdos afectivos que repasa como entre sueños. Porque le pasó a uno, pero cuando se afronta esa vejación de su espacio, siempre parece que uno es otro. Allí se está, asumiendo todo aquello como puede, cuando comienzan a construirle alrededor la condición de víctima. Lo hace el Estado, que fotografía y toma datos. Que revela pericia o no, según toque en suerte. Que puede tener portavoces indiferentes como pueden ser amables y eficientes, pero que casi invariablemente explican cómo y porqué no logran resultados, cargándole a uno otro fardo conceptual sobre la dolorosa curvatura de espalda que generan el agobio y la impotencia cuando se combinan. Luego están los amigos, familiares, compañeros de trabajo y vecinos de puerta, que se solidarizan enseguida, porque les ha pasado o les puede pasar. Hablan, consuelan y casi inmediatamente van dejando aflorar ese monstruo interior que se despierta con el miedo y que —al parecer— casi todos tenemos dentro. Recomiendan calibres de armas o sistemas de alarma; luego van subiendo la apuesta y fantasean con contratar a alguien "que por unos pesos te libre de esas lacras", o —unos minutos más tarde— con el Vengador Anónimo que dicen ser capaz de sacar a relucir desde el fondo de su respetable cuello y corbata o de su abdomen de oficinista. Justo cuando llegan a eso, uno —que ha seguido haciendo mentalmente el dificultoso inventario— se da cuenta que falta aquel adorno pequeñito que era de la abuela, que no valía nada más que para uno y que caerá roto en la fuga o se venderá a un precio de basura. Entonces uno ya no escucha y lo único que quiere es no ser víctima ni victimario. Quiere sacarse el miedo y los peores pensamientos de encima, lavárselos, como si de la baba del diablo se tratara. Porque de todo lo que se llevaron, lo que más duele es el equilibrio. Ese, que es tan frágil como inestable, porque se alimenta del movimiento y la oscilación. Ese, que permite que dominemos al animal que somos y construyamos al ser humano reflexivo que queremos ser. Ese, que transmiten la educación familiar y la formal; ese que pide y que permite la convivencia armónica de cualquier colectividad. Cuando se lo pierde, siempre implica una caída. Al equilibrio lo acarrearon como botín. Supongo que también lo venderán en alguna feria a precio remate, con un letrero que diga: "De ocasión. Aproveche la revaja." "Rebaja" escrito así, con "v" de "victoria", aunque en realidad es de derrota. Espero sinceramente que recuperemos los lesionados niveles de integración social, pero —sabrán disculpar— hoy no tengo optimismo. También se lo llevaron.

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